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21-71-19, dígame

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Una pica en Flandes ·

Hoy en día, casi nadie se sabe su número de teléfono, hasta tal punto hemos trasladado nuestra responsabilidad a operadores telefónicos y ladrones de datos

ESTEBAN GONZÁLEZ PONS

Lunes, 26 de marzo 2018, 10:34

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Cuando nací, el teléfono particular de mis abuelos era: 55522. Con menos cifras que el candado del querido diario de mi hija. Más tarde, se lo cambiaron por el 22-55-22 (se escribía así, con guiones, como si fuera una fecha). El de casa de mis primos Guillermo y Juan, 22-08-15. El de Edu, 22-01-05. Y el del tío Vararo, 21-22-46. ¿Cómo puedo recordar esos números y no el de mi móvil, pese a que no lo he cambiado en veinte años? El único número de teléfono, más o menos contemporáneo, que conservo en la memoria es el fijo de casa de mi madre, porque sigue siendo el mismo que daba a las chicas de estudiante. Hoy en día, casi nadie se sabe su número de teléfono, hasta tal punto hemos trasladado nuestra responsabilidad a operadores telefónicos y ladrones de datos.

Antes de que a los números de mi ciudad se les añadiera un 3, antes de que a los de la provincia de Valencia, un 96 y a los de Madrid, un 91, antes de que a los de España les precediera un +34, antes de que empezase la revolución tecnológica, el teléfono del domicilio de mis padres y el de la clínica de mi padre era: 21-71-19. Igual para los dos pisos. Por las tardes, los hijos teníamos prohibido cogerlo. Si sonaba, respondía María José, la enfermera, y, caso de que fuera para nosotros, tocaba un timbre. Entonces, si nos alargábamos charlando, el doctor González Bayo descolgaba desde su despacho y entraba de golpe en la conversación: «Esteban, acabad ya, que puede estar llamando un paciente». Alguna palomita me espantó así. El teléfono era una extensión de la vida analógica, la vida de hoy es una extensión del teléfono digital. Todo se ha dado la vuelta. Eso pasa.

Antiguamente, si querías saberlo todo del barrio, preguntabas al del ultramarinos, siempre llevaba cuenta de a qué familia le alcanzaba para jamón y a cuál sólo para hueso de caldo. O al párroco, que pasaba el rato registrando movimientos de vecinos, tal que una prehistórica videocámara de Google Maps. Si la madama del quilombo le hubiera pedido al alcalde dos barreras de cortesía, para llevar a unas sobrinitas a la feria, este, como cliente, nunca habría pensado que liberaba datos. Concupiscencia, sí. Datos, no.

Nuestra intimidad no está más expuesta en internet, lo que ocurre es que la protegemos menos. El mismo tipo enamorado que no se deja ver con su amante en público, luego le llena de comentarios polisémicos el perfil de Facebook. El muy idiota. Mi propio teléfono móvil, cuando salgo a las 19.00 horas del trabajo, sin que nadie pregunte, me dice cómo está el tráfico hasta el gimnasio. ¿Le he dicho dónde voy? No, pero él ha comprobado que, los días en que salgo antes, es para ir allí. Si no quieres que el universo digital sepa de ti, no estés. Es así de fácil. Si existes te conocerán, como es natural. Vuelve al 21-71-19 y cuídate de las porteras que ya eran tan cotillas como Donald Trump.

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