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El juego de la vida

VICENTE L. NAVARRO DE LUJÁN

Sábado, 1 de abril 2017, 23:55

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Con diversas variantes es muy repetida una frase de Ortega que, sustancialmente, decía así: «No sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa». Cuando esto afirmaba el ilustre filósofo, no creo que estuviera jugando a crear un trabalenguas más o menos ingenioso, sino que aludía en su época a una incapacidad de introspección colectiva de nuestra nación y probablemente al mismo defecto en el espacio de cada cual. Seguramente, ese diagnóstico hecho público en el primer tercio del siglo XX fuera posible aplicarlo hoy mismo a lo que nos acontece.

Desde el punto de vista colectivo, como comunidad política en su conjunto, cada día se nos hacen más fugaces conceptos como nación o patria, y no pocas veces su invocación se identifica con posturas reaccionarias o pretéritas. Si esto acontece en el ámbito colectivo, desde la perspectiva individual, España no ha sido ajena al proceso transformador de los pensamientos que supuso en su día la llamada filosofía de la posmodernidad, que incluso entre nosotros ha tenido más arraigo en la práctica legislativa y política que en otros países de nuestro entorno, pasando en cuatro décadas de ser la sociedad más conservadora y tradicional de Europa, a convertirnos en laboratorio de las más audaces propuestas legislativas, en un proceso de metamorfosis social que tiene pocas similitudes con países de nuestro alrededor, sea en el ámbito de la despenalización del aborto, ora en el concepto de familia que se ha plasmado en el ordenamiento jurídico.

En el fondo, no es un fenómeno que nos haya afectado sólo a nosotros, sino a buena parte de los países de nuestro ámbito espacio europeo -no así en otras culturas y latitudes- en los que la verdad científica ha quedado reducida a pura razón instrumental, a mera técnica, donde no cabe la pregunta ética, pues el gran axioma de nuestro tiempo, entre nosotros, es que aquello que técnicamente es factible hacer, es bueno hacerlo, más allá de las consecuencias que, a medio o largo plazo, se deriven de ese actuar puramente prometeico, es decir, de la convicción de que el ser humano es plenamente autónomo, capaz de construirse a sí mismo, por encima de la apelación a cualquier metafísica o a los dictados mismos que la naturaleza impone, por nuestra propia condición de seres naturales.

Ejemplos de esta dinámica en la que estamos inmersos hay muchos. La tarea reproductiva de nuestra especie, antaño vinculada a los propios ciclos de nuestra inmersión en lo natural, vive hoy una inusitada confrontación entre naturaleza y cultura -insisto, que reducido el concepto de cultura a pura técnica-, y no es difícil ver, oír o leer en los medios de comunicación que un afamado personaje recurre, para ser padre, a la contratación de una madre subrogada con la que llega a un acuerdo jurídico de alquiler de su cuerpo para permitir el desarrollo del hijo del famoso, o no tan famoso, con la contraprestación económica consiguiente y el compromiso formal de que nunca va a reivindicar jurídicamente el estatuto que le correspondería como madre de la persona nacida. Y lo propio acontece con las mujeres que se fertilizan acudiendo a bancos nutridos por donantes anónimos, cuyo anonimato no descarta que un buen día una mujer haya sido fecundada por su propio hermano o consanguíneo.

Así, la paternidad y la maternidad no dejan de ser algo azaroso, el fruto de un pretendido derecho a tener un hijo, que desconoce la realidad antropológica de que nadie tiene 'derecho' a tener un hijo, sino que, por el contrario, en esta relación de filiación el único que de verdad tiene derechos respecto de sus progenitores es el hijo: derecho a saber quién es su padre o quién es su madre, porque tales datos van a ser imprescindibles para su autoconciencia como sujeto, para su propia comprensión como persona, para su equilibrio emocional y sicológico.

El ser humano es naturaleza, es cultura, en el sentido más digno del vocablo, pero también es historia, su propia historia a la que toda persona tiene derecho a acercarse. En este orden de realidades, la 'cosificación' de las relaciones de filiación, la conversión creciente del niño en un objeto susceptible de transacción económica o de programado cálculo para la satisfacción de caprichos o determinados vacíos, constituye uno de los dramas más angustiosos desde el punto de vista antropológico del momento presente, cuyas consecuencias en términos sociológicos o de salud mental de los interesados sólo podrá evaluarse de aquí a décadas, cuando tengamos suficiente número de sujetos sin padre o sin madre cuya fenomenología avale estudios sobre las consecuencias de esta trivialización tan grave en torno a la identidad de cada ser humano: mi razón de ser, quién soy, por qué soy, cuál es mi origen biológico y afectivo.

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