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Invisibles efectos sociales de los rankings

LUCAS JÓDAR UNIVERSIDAD POLITÉCNICA DE VALENCIA

Sábado, 11 de enero 2020, 23:51

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Nuestras opiniones tienen verdad parcial, nuestros actos diferentes grados de responsabilidad, voluntariedad, pero, ante un problema, los conscientes, no debemos callar. Los empleados públicos deberíamos tener patriotismo, servicio al interés general, aunque sólo sea por nuestras privilegiadas garantías, en comparación con los demás. Padecemos epidemia del ranking, seducción numérica, con apariencia científica, objetiva, imparcial, para sus partidarios, siempre irreflexivos. Hay rankings de todo, se compran y fabrican para todo tipo de intereses.

Los rankings no deben ser utilizados como verdades, para juzgar trayectorias personales, organizaciones complejas, universidades, profesores. Los números no miden intangibles como la creatividad, confianza, resistencia a la adversidad, empatía, envidia, avaricia, honestidad, capacidad de generar ilusión y confianza.

Además, añadamos la complejidad de un colectivo y condiciones particulares de la organización. Los medios, confían en los rankings, por la apariencia científica que tienen, pero no deberían. Los rankings parecen verdades y están repletas de debilidades, son opacos simulacros de la realidad.

Notemos que, cuando nos evalúan somos fácil presa de debilidades. Desde Spinoza sabemos que somos mas emocionales que racionales, y nos contagiamos de todo, más fácilmente del vicio que de la virtud, que suele requerir esfuerzo.

Según la ley de Campbell cuanto más importante es la repercusión de la evaluación de las personas, más fácil es que se pervierta el mecanismo cuantitativo de evaluación y se obtengan resultados contrarios a los buscados. La excelencia, según Aristóteles, es el hábito de hacer las cosas bien. Es imposible ser excelentes en todo, algunos, en algo puede, en grupo más difícil aún. Sabiéndolo, es importante evitar su contrario, que es la mediocridad.

En España, la cultura nos contagia miedo al fracaso y a que el Estado lo resuelva todo; padecemos vergüenza del fracaso, que impide mejorar. Además, abundan los buscones que diría Quevedo. También algún virtuoso, pero menos. Esto lleva a unos a desconfiar, otros a callar, y la mayoría a mirar hacia otro lado. Nuestra sociedad civil es débil, el intelectual independiente existe, pero escaso como el misionero.

La visibilidad de los políticos muestra su mediocridad, pero se parecen mucho a los demás, la mediocridad es general. La universidad también. Algunos autores, como Hedges, atribuyen a la universidad la responsabilidad de la mediocridad general.

La mediocridad del gestor público actual, generalmente político, se nota por la dependencia de los rankings. Careciendo de ideas propias, deposita en un ranking la evaluación de su gestión. Estos rankings se pagan con dinero público, para mentir, en el sentido de J.F. Revel, y proyectar su imagen pública, identificando a conveniencia, su interés personal con el de la institución que representan.

Nada hace tanto daño como un dirigente ranking dependiente, porque imagina que está haciéndolo bien. Si añadimos el silencio, voluntario o no, de los que callan por timidez; el griterío interesado de los aduladores buscadores de pesebres o medallas; los conscientes pero que prefieren distraerse; y los resignados, la plaga silenciosa de la mediocridad inunda toda la organización.

Esto ocurre en la universidad española, con la evaluación de los investigadores, cuya acreditación métrica adolece de tales defectos, que empeora la que padecíamos en las antiguas oposiciones donde los clanes decidían los ganadores de las plazas. Hoy, estas influencias se han diluido mucho, por el tamaño del cuerpo de funcionarios. Los antiguos caciques académicos creo que ya no influyen. Una comisión presencial juzga mejor que el actual sistema automático.

El sistema actual ni garantiza la autoría real de las publicaciones multiautor, ni identifica la repetición de ideas, ni la calidad de los publicaciones, que no se puede depositar en el papel desempeñado por 'referees' desincentivados a hacerlo bien.

Y lo peor es que se descuida la docencia y se adiestra a los jóvenes investigadores en la prisa, los resultados seguros, eliminando el riesgo de las investigaciones. Se produce mucha basura científica. Además, los profesores están estresados, y padecemos burocracia insufrible. La salud mental de los académicos empeora, abundan adictos al trabajo, separados, quemados. Es extraño que este tipo de profesorado despierte ilusión en el alumnado.

La educación no sólo se deteriora por los efectos de las métricas y rankings de investigación, padecemos otros efectos invisibles. En efecto, los gobiernos autonómicos financian a las universidades por el número de egresados, indicador corrosivo, de apariencia positivo. Parece que, financiar por egresados es financiar el éxito de la gestión, pero de nuevo aparece la ley de Campbell.

¿Qué ocurre? Como el presupuesto universitario depende del número de egresados, los rectores ejercen una presión a lo largo de la jerarquía académica para que se apruebe lo suficiente, con lo que el nivel de exigencia universitaria decrece paulatinamente. No desmiente mi afirmación, la posible alegación de que se expulsan alumnos por no haber aprobado créditos suficiente, deberían ser muchos más.

El efecto de los rankings en la educación no termina aquí. Las pruebas de acceso a la universidad, son una farsa, porque no seleccionan lo que deben. Lo pertinente es una prueba especifica para cada titulación, y además orientaría a los alumnos a elegir el bachiller adecuado. Al no estar orientado el acceso a la universidad, la mayoría del alumnado, elige el itinerario más fácil. Llegan a la universidad cada vez peor, y no es su culpa.

Los profesores de instituto, que incomprensiblemente no son evaluados, ni bien ni mal, se preocupan del ranking de éxito de su centro en las pruebas de acceso a la universidad, y en lugar de enseñar el programa que deben, se ocupan de prepararlos para las pruebas de acceso. La consecuencia es el continuo descenso del nivel de los alumnos al ingresar en la universidad.

Por si fuera poco, muchos de los alumnos de la universidad pública, muy subvencionada con el dinero de los que pagamos impuestos, no tienen auténtica vocación de aprender, sólo quieren que los aprueben, el titulo. Muchos no deberían haber entrado, y harían mejor formándose en dignísimos trabajos en la formación profesional. Con el paro que hay, faltan fontaneros, tapiceros, ebanistas, zapateros, sastres, etc. Los titulados, casi regalados, por el decreciente nivel de exigencia, no saben nada cuando llegan a la empresa, por falta de conexión universidad-empresa.

Los mejores emigran después de haber sido formados, a países donde los salarios son dignos. Como díría F. Bastiat, si viviese, lo peor de los rankings es lo que no se ve, y el que suscribe añade, lo que no se dice. No vale la defensa, imaginada, de decir, que si los contratan en países avanzados, no será tan deficiente la educación. A eso, yo les digo, que los mejores alumnos aprenden solos, y estos, los mejores son los que se van.

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