La vida normal, un año después de la dana
Los vecinos de la zona cero necesitan respirar, ya no quieren extender el relato de su dolor, piden digerir el duelo en casa y por fin poder pasar página
Sara juega con Betty en la calle, una spaniel bretón de apenas unas semanas de vida. Ella y su hermana, Mar, con la complicidad de ... su madre, han doblegado a Paco, el padre de familia, y hay perro en casa. La dana hace milagros. Acaricio al cachorro, le doy un beso a la niña, asomo por la puerta de la casa, que está abierta, y pegó un grito: «¡Guadalupe!». Baja y ríe como sólo ella ríe. Con un trapo en una mano y el Sanitol en la otra. Es sábado por la mañana. «¿Vais a venir mañana al homenaje en el cine por el año de la dana? Me acaba de dar Ernesto unas entradas», le pregunto. «Sí, vamos a ir. Paco quiere ir pero yo, Héctor, si te digo la verdad, no sé si me caben más imágenes de drama en la cabeza». Charlamos, la perra corretea y algunos vecinos suben y bajan por la calle 9 d'Octubre al ritmo de ese «buenos días» que sólo se da en los pueblos entre iguales. Al final fuimos todos. Iván, otro de mis amigos, también acude con un último golpe de riñón.
Paco y Guada viven en Chiva a un palmo del barranco. La noche del 29 de octubre de 2024 la pasaron en vela, ayudando a los vecinos y con el rugir de un caudal desbocado de destrucción, desolación y muerte.
Al amanecer, un paisaje bélico, inimaginable y catastrófico, Chiva, al igual que el resto de los pueblos arrasados por la dana, quedó envuelta de barro, dolor y voluntarios. Y los meses pasaron. Los voluntarios se transformaron en turistas de catástrofe, los militares levantaron el campamento, el dolor se convirtió en un duelo permanente, se limpió el barro y a la vista de todos quedó el esqueleto hormigonado de la destrucción. Algunas casas, las más dañadas, fueron derribadas una mañana ante los ojos de vecinos y propietarios, que lloraron años de recuerdos convertidos en escombro. La gente volvió a ir al supermercado sin restricciones por itinerarios alternativos. Otros optaron a conciencia por no cruzar más el puente del barranco porque les podía la pena y los escolares volvieron a los pocos parques que quedaron en pie a la salida del colegio para balancearse en un pueblo en el que se había parado el tiempo.
Han sido meses de punto muerto, donde durante semanas los días fueron iguales, donde los niños siguen preguntado a sus padres cuando llueve si va a pasar los mismo, donde poco a poco se ha recuperado parte de un pueblo que todavía se despierta con el golpe seco de la maquinaria tratando de recomponer un cauce con una reconstrucción en la que muy pocos confían porque la fe está puesta en las plegarias para que nunca vuelva a llover igual.
Ayer, aniversario de la dana, la gente hacía una vida lo más normal posible. Desde hace días hay cámaras de televisión por todos los lados pero la predisposición ya no es la misma. Ya no hay historias que contar porque es repetir lo ya relatado, no hay novedad, no hay mucho más que añadir. Hace semanas que el dolor y el duelo ha pasado a ser privado. De puertas para adentro. Chiva, al igual que el resto de los pueblos de la dana, quiere salir de ese bucle, de la misma historia, del pasado con la necesidad de que el presente sea un futuro. De recordar y sentir en silencio, de sanar para volver a empezar, como siempre ha hecho, cada vez que el barranco ha sido un paisaje traicionero.
Las puertas ya no están abiertas y tampoco hay ranuras para fisgonear. El luto, necesario y reponedor, ya no tiene color porque ya no debe de ser público. Los afectados por la dana, sobre todo aquellos que cargan el 29 de octubre con la pérdida de un familiar, como es el caso de Mari Luz en Chiva, ya lo han contado todo y no hay más puntos y seguido en estas historias.
Ayer por la mañana, Ricardo servía cafés en su cafetería mientras enfrente, Lourdes se fumaba un cigarro a la puerta de su clínica. Su madre, Mari la del horno, cruzaba el puente viejo, todavía sin terminar, con un ramo de flores en la mano porque Todos los Santos está al doblar la esquina. En casa de Fina, con la puerta del garaje bajada, se escuchaba la chicharra de una radial de Marcos y los suyos, que trabajan a destajo en varios bajos. Al igual que lo hace Armando, que ya tiene casi tabicado el agujero de la planta baja de la casa de la esquina mientras otros ponen 'pladur' en otra de las viviendas de la calle Buñol. O Sergio, que cargaba con una viga para meterla en su casa, que marca un 3,17 metros para que nadie olvide hasta dónde llegó el agua la maldita noche del 29 de octubre de 2024.
Mientras pasaba todo esto, dos cámaras de televisión en cada una de los puentes eran como francotiradores apostados en un tramo que está cansado de llenar titulares e informativos. Ayer se cumplió un año de la dana, y hoy, 30 de octubre, es el primer aniversario del resto de la vida de todos aquellos que sus vidas fueron arrasadas por una riada nunca vista. La memoria perdurará pero la gente necesita dejar de oler a barro, cerrar su dolor en casa y poder, dentro de lo posible, pasar página.
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