Borrar
Los sonidos de la calle San Vicente

Los sonidos de la calle San Vicente

Más de 400 números conforman la calle más larga de Valencia, cargada de contrastes

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Sábado, 16 de junio 2018

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

La calle San Vicente Martir es la más larga de Valencia: casi cuatro kilómetros de línea recta, más de 400 números que atraviesan cinco barrios. En una ciudad en constante cambio, se mantiene el trazado de la vía romana desde hace 17 siglos. Desde siempre se ha configurado como una de las vías más transitadas de toda la ciudad, la entrada histórica a la ciudad desde el sur.

Si hay dos o tres o cuatro Valencias, todas están ahí. Un paseo a lo largo desvela los extraños contrastes que tiene la ciudad y los muros que son invisibles pero que existen. Una realidad más compleja de lo que se presume y tal vez incluso de los que pueden sentir los propios vecinos. La calle pasa del natural paseo de los turistas al simple paso de los coches, de edificios que acarician el cielo a edificios que pretenden ser hundidos. El primer número es una cuidada sucursal de banco; el último, un humilde bar en el que algunos vecinos se refugian de las penas habituales de un barrio obrero.

El inicio de la calle San Vicente es el mismo de siempre, pero todo lo contrario. Los cimientos se mantienen, las arquitecturas siguen luciendo como en su época, los árboles siguen aprisionando a los coches, la parroquia sigue estando allí. Sin embargo, en los últimos años han ido cayendo los negocios tradicionales que había allí y ya no se venden armas, ni indumentaria valenciana, ni productos de mercería. Ahora se compran pizzas, souvenirs, chucherías y cafés elaborados. El panorama ha cambiado tan vertiginosamente que nos hemos dado cuenta de lo nuevo que hay, pero aún no somos conscientes de lo que ya no está.

La resistencia se llama La Tienda de las Ollas de Hierro y es el comercio más antiguo de toda Valencia. No está estrictamente en la calle San Vicente, pero es sin duda un símbolo de la ciudad de ayer que aún tiene vida hoy. El local conserva toda la decoración y los muebles desde 1793. Y todo resulta añejo, la madera que es madera o la hornacina con una talla de San Vicente Martir fechada en el siglo XVIII. Cuenta la historia que la tienda la fundó una familia francesa que huyó a su país cuando estalló la Revolución. El negocio ha ido pasando por diferentes manos y familias hasta que llegó a los Pérez en 1944. Desde entonces, tres generaciones se han ido haciendo cargo de la tienda hasta hoy.

Jesús Almenara Márquez sonríe con cierta pena cuando se le pregunta qué se siente siendo la resistencia. «Es toda una pena. Ya no queda nada, solo negocios de restauración», lamenta. Más allá de los años que lleve abierta, la tienda en sí es una máquina del tiempo, donde se venden objetos religiosos, artículos para labores o productos de mercería. Frente al alboroto de los turistas, a pocos metros la tienda goza de la tranquilidad que traen sus clientes, que en su mayoría son gente mayor.

«Cada vez te lo ponen más difícil, pero se aguanta bien. Somos muy populares y la gente viene de otros pueblos de la provincia aquí», comenta. Aunque gozan de la tranquilidad de no depender de esos alquileres que han fulminado auténticos iconos de la ciudad, el futuro nunca está garantizado: «Ahora me preocupa cómo me va a afectar la peatonalización de esta zona. Mucha gente es mayor y tiene que venir en coche casi hasta la puerta. Si tienen que aparcar en Gran Vía o llegar desde la Estación del Norte, no sé si van a poder», supone.

A la salida, una señora mira con mucha atención cada artículo del escaparate y a pocos metros un grupo de escolares cruza un paso de cebra en la calle San Vicente con refrescos azucarados y productos de horno. Y es como, si en un instante, quedara latente que la Valencia que mola la sostienen unos pocos, y otros muchos alimentan el comercio de turistas. La batalla resultó ciertamente descompensada.

Cafetería New York

Los iconos de Valencia no tienen por qué contar siglos. La cafetería New York es una referencia contemporánea. Se abrió en 1984, cuando las cosas se hacían de otra manera, y se ha mantenido exactamente igual. Los camareros y camareras van púlcramente uniformados, las mesas, los pósters, la iluminación y la música evocan -inevitablemente- a aquellas películas de Woody Allen. Allí no acuden universitarios buscando barra libre, ni largas comidas entre compañeros de oficina, el cliente tipo son parejas o lobos solitarios que buscan la inspiración de la Gran Manzana sin salir de Valencia.

«Cuando abrimos esto hace 34 años no pensábamos que llegaría a ser lo que es hoy». Lo confiesa uno de sus encargados, que atiende a LAS PROVINCIAS mientras ojea una libreta con anotaciones. La clave de la cafetería son tres pilares, que subraya inumerables veces: «Precio, calidad y servicio. Precio, calidad y servicio». Precio, calidad y servicio. Sobre esta última, añade: «Siempre tenemos a cuatro o cinco personas trabajando. Podría tener a dos y ganaría algo más, pero queremos un servicio que te atienda en el momento y que sea personalizado».

Hay un hombre leyendo, una pareja revisando las fotos que han hecho y un señor jugando a las tragaperras. El sonido de las máquinas no tapa al hilo musical. Una especie de túnel del espacio-tiempo, un sitio particular «hasta en el nombre», según el encargado.

Túnel de lavado

A pocos metros de la estación Joaquín Sorolla del AVE, se empieza a sentir una calle San Vicente diferente. La alta velocidad es uno de esos muros invisibles, que separan la Valencia atractiva de edificios puramente funcionales. En Correos se recogen y se mandan paquetes; en la antigua Roxy, ahora sala Moon, se baila, se canta, se bebe. También hay un bar que se llama El Barecito y un parking low cost.

Cerca de las 14:30, mientras los trabajadores de Correos huyen a sus casas tras una jornada de ajetreo, hay una persiana en frente que también se baja para comer. Es el del autolavado Sila, un negocio lo suficientemente humilde como para no tener que preguntar al encargado que quién atiende a un diario. Jorge Sánchez lleva siete años trabajando allí y, al parecer, es feliz. Responde a las preguntas sin muecas, y orgulloso de estar en ese momento en ese lugar. En la recepción tienen un recorte de periódico fechado en 1969 que anuncia «Ahora sí, Sila Autowash. En Valencia, mañana inauguración del más moderno tunel de lavado automático de automóviles». Desde entonces, el negocio ha pasado por diferentes manos, pero sigue conservando el local casi tal y cómo se inauguró.

En el último año, una jubilación y un problema administrativo han liquidado la competencia más cercana. Ahora su negocio ha empezado a ser una particularidad en la ciudad, casi como por arte de magia. La diferencia de este túnel y los de las gasolineras tal vez sea el cuidado y el carisma que le ponen sus empleados a cada coche. Y la sonrisa a pesar de la jornada laboral.

Cuándo se le pregunta a un comerciante durante poco tiempo, aprovecha (bien hecho) para quejarse y reivindicarse. A Jorge Sánchez hay que arrancarle los secretos del negocio: dependen, como si de una estación de esquí se tratase, de la climatología. «Hace dos años llovió mucho y lo pasamos muy mal, en cuanto hay la mínima previsión de lluvia, deja de haber coches. Por el contrario, en vísperas de puentes y vacaciones no podemos descansar ni un minuto», cuenta.

Coches en la Calle San Vicente

A pocos metros de la avenida Giorgeta, la calle San vicente se empieza a transformar. Las alturas de los edificios se dejan de contar con los dedos de la segunda mano, los turistas desaparecen, las franquicias también. Las aceras se estrechan, las personas desaparecen de la calle y donde antes los edificios acariciaban el cielo, ahora se encuentran solares abandonados. Las historias ya no se encuentran, se buscan en la nostalgia.

Por ejemplo, la antigua fábrica de cervezas Turia. A mediados del siglo XX, este edificio era uno de los motores económicos de la ciudad. En la década de los 80, la fábrica se cerró y se traspasó a una promotora inmobiliaria. Y desde entonces, solo ha sido testigo de lo que cambiaba a su alrededor.

Unos metros antes, la fábrica Macosa también forma parte del imaginario de la Valencia del siglo pasado. Las naves trasladarían la fabricación de trenes a Albuixech, lo que es ahora Stadler Valencia. Los matojos cubren el suelo de lo que representó en su día el progreso de la clase obrera de una parte importante de la ciudad.

Más desapercibidos pasan decenas de negocios con rótulos amarillos, o con un azul degradado, que anuncian productos que ya no se venden. Persianas cerradas, puertas roídas. Las cosas han cambiado mucho en esta parte de la ciudad. Ahora es una especie de carretera, donde solo se escuchan coches y autobuses, donde no solo han desaparecido los turistas, sino también los propios vecinos. Muchas casas fueron expropiadas en favor del Parque Central, pero el terreno ahora sufre la degradación y ocupaciones.

Cafetería Monteagudo

El último número de la calle San Vicente es el bar Monteagudo, y haciendo perspectiva de los más de 400 números anteriores, es una calle diferente. Tras esa esquina hay una frontera natural con otras periferias de la ciudad.

En el Monteagudo no venden capuchinos glamurosos pero sí carajillos. Hay máquinas tragaperras y el gran reclamo es un folio que anuncia que se retransmiten todos los partidos del Real Madrid, el Barça, el Atlético de Madrid y el Valencia. Hay unas pocas mesas, todas encaradas hacia una televisión. De espaldas, un hombre pone todas sus esperanzas en una máquina tragaperras. Un cliente entra mientras Ana Maria Monteagudo, la capitana del barco, relata los cuarenta y pico años de negocio. Corta la conversación, saluda al parroquiano y dice: «él ha sido testigo de todos esta historia».

El bar se abrió el mismo año que nació ella, y se ha mantenido como se mantienen todos los bares de barrio, con trabajo y el apoyo de la comunidad, sin artificios. «Hay problemas, por supuesto, pagamos como si fuéramos la calle San Vicente, pero somos un bar de barrio. A veces te encuentras en los alrededores a bichos así», se refiere a ratas del tamaño de medio brazo y los clientes lo ratifican. «Pero ante todo, esta es una zona humilde y tranquila. Y si hay cualquier problema, la Policia viene enseguida», concluye.

La calle San Vicente suena de otra manera. Y a pesar de ser ruidosa, más suenan sus contrastes y lo que se quedó por hacer. Si hay dos o tres o cuatro Valencias, se encuentran todas aquí.

Los sonidos de valencia

Publicidad

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios