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Alfredo y Ernesto relatan sus vivencias junto a su 'hogar'.

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Alfredo y Ernesto relatan sus vivencias junto a su 'hogar'. d. torres

Las chabolas también toman el río

«Trabajé 40 años en la construcción», dice Alfredo, uno de los 'sin techo' junto a Serranos | Indigentes pernoctan hasta en cuatro puntos de Blanquerías y bajo el puente, entre sillas, vallas municipales y ropa tendida en el pretil

Arturo Checa

Valencia

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Jueves, 21 de diciembre 2017, 13:48

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Apenas a 200 metros del cartel turístico que anuncia el carácter singular, histórico y medieval de las Torres de Serranos, a los pies de la sede del PSPV en Blanquerías, los andaluces Alfredo y Ernesto siguen su propia historia. «¡Miralooo, si los zapatos que lleva son de mujer y los pantalones de chicaaa!», entona guasón el primero y con marcado acento del sur, mientras el segundo le escucha con ojos de cachondeo y apurando un cigarro de liar, parapetado tras unas barbas amarillentas y sentado en una silla de oficina de loneta verde. Mientras los 'runners' recorren la zona de acceso al viejo cauce, los barrenderos municipales asean el lugar y varias patrullas de la Policía Local pasan la marginal derecha del viejo cauce, cerca de una decena de indigentes ha instalado su hogar en cuatro emplazamientos junto al pretil del río y bajo el puente de Serranos. Cartones, maderas, algún carro de la compra y plásticos son los improvisados 'tabiques' con que levantan sus 'casas'. La mayoría se opone a hablar con la prensa, salir en las fotos o contar cómo es su día a día. Bajo el puente de Serranos, tres indigentes hacen aspavientos al intentar este periodista recabar su testimonio. «¡Fuori, fuori!», se queja en italiano uno de los acampados, peinado con estética okupa y levantando momentaneamente la vista del libro que lee. Junto a él dormitan otros dos vagabundos entre cartones, esterillas, bolsas de Mercadona y cazos para calentar la comida.

Nada más subir desde el viejo cauce por una de las pasarelas de acceso a Blanquerías aparece el primero de los asentamientos, junto al pretil protegido. Hasta una valla municipal de obras se ha empleado, junto a un carro de la compra y cartones, como parapetos para levantar el refugio. «Ahí vive la rumana», explica otro 'sin techo'. Sobre el pretil se puede ver un cartel religioso, de los que usan muchos mendigos pidiendo por la ciudad, así como varias mantas, una toalla y faldas humedas, secándose tras la llovizna del martes. Su dueña no está, «se va a pasear por los semáforos y a vender pañuelitos de papel».

Lo explica Vicente, al que otros indigentes de la zona llaman 'El Chato'. Él tampoco quiere aparecer en las fotos. «Yo vengo aquí con los colegas, me tomo unas cervecitas y me voy a mi parada», explica. «No me saques, que mi madre vive en el pueblo y no quiero que se entere de cómo estoy yo 'açi en la capital'», explica mezclando castellano y valenciano. Alfredo lo escucha sonriendo y mostrando apenas unas cuantos dientes amarillentos. Luce una lustrosa chistera negra, una de sus últimas adquisiciones callejeras. Su historia es la moraleja de lo que nos puede pasar a cualquiera. «Trabajé 40 años en la obra, en la construcción. Vivía en Torrefiel. Y aquí me tienes ahora, cuatro años en la calle», lamenta a sus 68 primaveras. «Ahora estoy a ver si me arreglo los papeles de la jubilación».

El rostro de Alfredo se ilumina cuando habla de sus dos hijas. O de sus tres nietos. Hasta que se le cruza una sombra. «No saben que estoy en la calle, se creen que vivo en una habitación». Divorciado, de su mujer prefiere no hablar. Apura un cigarro de liar y le echa un trago a una litrona de cerveza antes de quitarle importancia a la dureza de vivir sin techo. «Lo peor es el frío, pero con unas cuantas mantas se lleva bien. Y comida no nos falta: vienen ongs, vas a Cáritas y te dan de todo, de algún restaurante...». Lo que más le duele es que un robo le ha aislado aún más de sus hijas. «Estuve con una de ellas el domingo. Me han quitado el móvil mientras dormía y ahora no puedo llamarlas...», lamenta.

En su silla de oficina le escucha Ernesto, malagueño de verbo irónico. El de los pantalones de chica. «Ponme que tengo 60 años, quillo... ¡Andeleeee y feliz Navidad!», ríe con el cigarrillo casi ya en la colilla entre dos dedos ennegrecidos. «Acabé en la cárcel por una busca y captura tras no presentarme a un juzgado, y de ahí a la calle». No añade más al porqué de su paso por el 'talego'. Se saca algo recogiendo chatarra por la calle. Poco. «¡Un euro con 90 me ha dado hoy, después de patearme hasta Mestalla, ¿tú te crees?», lamenta las tarifas de la chatarrería. Trabajó en Mallorca, en la construcción, y en Valencia en una carpintería. «Tengo seis hijos», presume. Sabe poco, o nada, de ellos. Apura una litrona, antes de canturrear para despedirse, a los pies de las Torres de Serranos. «¡Andeleee!».

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