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Cimientos y una grúa abandonados en el PAI de las Moreras, a espaldas de la Ciudad de las Ciencias. :: j. monzó
Aislados en Valencia

Aislados en Valencia

Julia recorre 1.000 metros en silla de ruedas para coger un autobús. Diana regenta la única tienda del barrio. La burbuja inmobiliaria deja decenas de barrios sin terminar

ARTURO CHECA

Jueves, 3 de marzo 2016, 21:20

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Sociópolis es un nuevo concepto de urbanismo que rompe los moldes tradicionales del espacio para convertirse en un modelo integral de acción que persigue una mejor convivencia». Así rezaba una reluciente promoción del futuro barrio con 2.800 viviendas protegidas, instalaciones deportivas, comercios, zonas de esparcimiento, parques infantiles.... De esta guisa se vendía por promotoras privadas hace poco más de cinco años la zona residencial al oeste del casco urbano de Valencia con los huertos urbanos como gran joya de la corona. Hoy, los huertos urbanos son de lo poco real en la zona. De las cinco torres de viviendas, sólo dos están plenamente ocupadas. Otra, propiedad de Bankia, sigue sin un sólo residente dentro. Las otras dos aún tienen obreros aquí y allá dando las últimas capas de yeso y pintura. Ni rastro de polideportivos, escuelas, parques infantiles... En Sociópolis, la lucha diaria de Julia Lara, con una parálisis de nacimiento, es recorrer 1.000 metros en silla de ruedas para coger el autobús. En el paralizado PAI de las Moreras, a espaldas del reluciente cogollo de las Ciudad de las Ciencias, la pena de José Gallego es la «vergüenza» de cimientos abandonados en lo que antes era huerta. En el nuevo PAI de Patraix, que el anterior Ayuntamiento proyectó con la promesa de 100.000 metros cuadrados de jardines, los solares rodean la única finca de la plaza de Nicolás María Garelly, un edificio que ha quedado aislado como una isla en medio de descampados sin edificar ni urbanizar.

Las 'Seseñas' valencianas

Son algunas de las historias de lo que supone vivir en medio de la nada, o al menos de nada parecido a lo que se proyectó en estas 'Seseñas' valencianas. La burbuja inmobiliaria empezó a inflarse de manera astronómica en la Comunitat entre 2000 y 2007. En esa época de 'hipoteca para todos', muebles y vacaciones incluidos, se iniciaron en la región casi 200.000 obras residenciales. Ya en 2012, el estallido del pelotazo de edificaciones reventó el sector y con él la economía. La cifra perdió ceros con el desplome del país y las licencias de obra cayeron por debajo de las 2.000 entre Valencia, Alicante y Castellón.

El mercado inmobiliario empieza a revitalizarse aunque sea tímidamente. En 2015 se vendieron más viviendas que el año anterior en la Comunitat. Pero expertos consultados por este periódico (arquitectos, comerciales, aparejadores, directores de obra...) cifran en «decenas, sino centenares, los PAIs y viviendas paralizados» en la región. A comienzos de 2016, un informe de Real Estate, la unidad inmobiliaria del BBVA, desvelaba que el 'tumor' sigue presente: en la región hay 25.000 viviendas «consideradas invendibles a medio plazo».

En Sociópolis, José Ramón recuerda que él compró sobre plano y con grandes promesas. Hoy el banco en el que se sienta es lo más parecido a un parque infantil. En las Moreras, la maleza inunda el puente por el que debió cruzar el tranvía de la Línea 2 y en el que un carril bici se corta grotesco con una barrera de obras. El PAI de Patraix se ha convertido hoy en un lugar de peregrinaje de amos de perros, un paraíso para los canes por las extensas estepas de solares. Así viven todos ellos en la nada.

Un paraíso para los perros y sus dueños

Llamarle plaza a la de Nicolás María Garelly, en la que hace años iba a ser la flamante nueva zona de Patraix, es un ejercicio casi de cachondeo o de fina ironía urbanística. Un sólo edificio se enclava en el lugar, una finca rodeada por tres lados por solares y con un seco jardín y un polvoriento parque infantil al frente. Dos mañanas acude LAS PROVINCIAS en busca de residentes del inmueble y sólo se topa con tres vecinos. Uno de ellos al menos alaba su barrio. «Estoy en la ciudad pero no estoy agobiado. Y si tengo que comprar, pues no me pilla mucho más lejos que a alguien del centro», subraya Enrique.

Donde si hay gentío es a espaldas del edificio. Un manzana que perfectamente podría albergar cinco o seis bloques de viviendas es un auténtico paraíso para los perros y sus dueños. Los vecinos hasta han abierto una puerta en la alambrada que la rodea, con un cartel que pide recoger las heces de los canes. «Aquí viene mucha gente de puntos lejanos de la ciudad, hasta en coche, para pasear a los animales», explica Sandra Alcaraz. Un rato sirve para comprobar como dos jóvenes suben a sus canes en vehículos tras corretear por el descampado.

Sandra disfruta por los paseos que puede dar a sus dos mascotas, pero lamenta que en la zona «creo que iban colegios o zonas deportivas y hoy se ha quedado para que paseemos a perros». Un grupo de adolescentes al sol son los únicos habitantes de la plaza Nicolás María Garelly. Un barrendero poda un pequeño árbol en un jardín. Retira un matojo que rueda por el paseo del parque. Casi al estilo del Viejo Oeste.

Sociópolis: un kilómetro en silla de ruedas sin autobús

A sus 57 años Julia Lara tiene muchos motivos para hablar de la vida con mirada sombría. En silla de ruedas a causa de una parálisis cerebral de nacimiento, sobreviviendo con una pensión nada deslumbrante y teniendo que recorrer casi un kilómetro para poder coger un autobús en el barrio de La Torre. Pero Julia sonríe hasta con la mirada. «Aquí el que no tiene coche es un auténtico desgraciado, pero bueno, cuando tengo que comprar algo cojo mi silla (afortunadamente eléctrica) y 'p'allá' me voy», explica a los pies de la torre de 130 viviendas de La Caixa en la que reside y mientras señala en el horizonte las casas de la pedanía valenciana, separadas por un secarral de solares, caminos sin asfaltar y, hasta hace unos meses, incluso sin iluminar.

Ella es una de las algo más de 200 personas que, según estimaciones de los vecinos, residen en el complejo Sociópolis, vendido hace unos años como joya del urbanismo residencial y hoy un enclave sumido en el aislamiento a un costado de la V-30. Para Julia al menos algo ha mejorado en su entorno vital. «Hace unos años (ella lleva cinco viviendo en la zona) esto era completamente inaccesible. No había ni una sola rampa», recuerda mientras baja la rampa de acceso a 'Dea Market'.

Julia entra en la única tienda de Sociópolis. «Estoy abonada. Pago una cantidad al mes y compro el pan y cosas de primera necesidad. Aunque de vez en cuando tengo que ir a La Torre, a por otras cosas». Vive sola y no precisa de mucho. Aunque no del todo sola. Desde la puerta la observa 'Linda', una pequeña perrilla mestiza que no le quita ojo parapetada bajo un diminuto abrigo multicolor. A Julia también la mira atenta Diana Costea. A sus 20 años es una de las propietarias de la única tienda de Sociópolis. El único comercio en un kilómetro a la redonda. El clásico ultramarinos en el que igual se venden congelados, que productos de higiene corporal, que chucherías o café instantáneo.

Regar cada dos semanas

El negocio familiar de los Costea, de origen rumano, hace un año que abrió sus puertas. «Vimos que no había absolutamente ningún comercio aquí y que el alquiler era mucho más asequible que en otros puntos de Valencia y nos lanzamos a intentarlo», explica la joven. Eso sí, la familia vive en Valencia, no en el erial de Sociópolis. Mientras LAS PROVINCIAS está en el local, alrededor de media hora, un total de tres clientes entran a comprar, un promedio digno pero muy alejado del que puede registrar cualquier tienda de barrio en Valencia. A cambio, los Costea abren de lunes a domingo. «Hay que hacerlo para sacar algo. Al menos da para cubrir gastos. Entra poca gente, más a última hora de la tarde y a mediodía, pero hay de todo, días peores y mejores...», explica Diana con una sonrisa.

Como siempre pasa con las tenderas del barrio, con la joven se confiesan los residentes cuando van a comprar. «La gente está desesperada, harta de tanto proyecto que había y luego nada», explica la joven. Hasta los más de 200 huertos urbanos de Sociópolis, las parcelas de entre 60 y 100 metros cuadrados que fueron una de las ideas estrella del barrio, son objeto de crítica. Una cuba pasada cada dos semanas para regar, aseguran los residentes. Insuficiente para mantener a tono tomates o alcachofas, aunque un vistazo a los terrenos agrícolas (sus dueños los cultivan por un canon anual de 60 euros) permite verlos en un estado más que aceptable.

Esto no es Valencia

Al lado de los huertos camina María Dolores Jiménez. Viene con unas bolsas de la compra, de la lejanía de La Torre. El aislamiento es su mismo lamento. «Hay personas de 80 años, incapacitadas o enfermas, y si no es en taxi o en coche, no hay manera de moverse», lamenta. Ella acaba de recorrer el camino de tierra que une los dos enclaves. Aún recuerda cómo a finales de año no estaba ni siquiera iluminado. «Irónicamente lo llamábamos 'El camino de los elefantes muertos'», recuerda con sonrisa amarga la vecina de Sociópolis. Como absurdo, un dato. Ni siquiera el Ayuntamiento parece considerar esta zona como Valencia. «Si llamas al 010 desde un fijo de aquí, no te deja. Alucinante», lamenta María Dolores.

José Ramón Nieto toma el sol a la sombra de la quinta torre de Sociópolis, en la que los obreros dan los últimos retoques en balcones y ventanas. «Compré sobre mapa y croquis y era todo muy bonito. Me dijeron: aquí va un polideportivo, aquí un supermercado, y mira ahora...». José señala un solar a su espalda. «Dicen que allí va un campo de fútbol. Ya veremos...», lamenta desconfiado.

Ciminentos abandonados sobre la huerta

Si uno levanta la vista desde el cruce de las calles Llauradors y L'Alquería del Favero, nombres que no pueden más que evocar al pasado de una zona que no hace tanto era huerta, en el horizonte se ve uno de los 'cogollitos' dorados de la capital del Turia: el Oceanogràfic, la Ciudad de la Justicia y las blanquecinas techumbres de la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Pero si uno baja la vista se ve el grotesco escenario de unas vías del tranvía, las de la mortecina Línea 2, tomadas por la maleza; una valla de hormigón que se cruza siniestramente en un carril bus; y una grúa oxidada y a medio montar que languidece sobre unos pilares herrumbrosos. A poco más de un kilómetro de una de las zonas nobles de Valencia, en el inacabado PAI de Moreras, el cartel de promoción de la finca Residencial Mare Nostrum casi se antoja irónico: «Tu casa en el Mediterráneo».

José Gallego y Antonio Fuente, de Jaén el primero y de Utrera (Sevilla) el segundo, llevan cuatro años viendo como la zona se marchita. «Esto es una vergüenza. Antes jugábamos aquí con los nietos, había huerta y campos que daban gusto», recuerda José. Su tocayo, este José Manuel, sale de un edificio cercano. Su opinión es el contrapunto positivo. «Está cerca de la ciudad pero no te agobia el tráfico», justifica. Luego sube a su coche.

La mayoría de la gente pasa andando. El 95 de la EMT también comunica la zona. María García, otra mujer de Jaén, ve con ojos de pena el lugar. «Se han llevado de todas partes infinidad de cables de luz. En algunos parques hasta bancos han robado». Sin un metro cuadrado en el que jugar para alguien con seis nietos. «Nos han abandonado»

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