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La otra guerra del soldado Salazar

La otra guerra del soldado Salazar

El marine californiano pisó una mina en Afganistán y perdió las dos piernas. Ahora batalla en Bilbao por convertirse en el mejor jugador del mundo de basket en silla de ruedas. Al Ejército debe su mantra: «Adáptate y supéralo»

ICÍAR OCHOA DE OLANO

Domingo, 19 de noviembre 2017, 03:02

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El 10 de agosto de 2012 pisé una mina y perdí las piernas. Las dos. Regresábamos de una misión. Ya la habíamos completado. Íbamos a pie. Era una mina casera. Quince minutos después de lastimarme me estaban metiendo en un helicóptero. En un hospital de allí me estabilizaron. Luego me mandaron a Alemania y de allí a casa».

Jorge Salazar Castillo es el primer miembro de su familia en ser estadounidense de pleno derecho desde su primera exhalación. Hijo de braceros mexicanos, nació en el extremo sur del Valle Central de California, una franja excepcionalmente fértil de seiscientos kilómetros de longitud, encima de Los Ángeles, que surte de verdura y fruta fresca a buena parte del país una vez que legiones de latinos, asiáticos y afroamericanos la recolectan a mano. Sus campos han ejercido durante décadas como un potente tractor de la inmigración ilegal. «¿Conoce a César Chávez?». Es el Martin Luther King de Delano, la pequeña ciudad de apenas 53.000 habitantes en la que Jorge creció y la que se convirtió, en la década de los sesenta, en epicentro de una histórica revuelta por parte de los temporeros. Dirigidos por el carismático líder campesino, se rebelaron ante las condiciones de semiesclavitud en las que les obligaban a trabajar.

Casi medio siglo después, la brava localidad que puso en jaque el sistema feudal de las grandes compañías, «y que obligó a los Kennedy a personarse allí» para tratar de sofocar la revolución, arrastra una de las tasas más altas de pobreza del país -supera el 30%- y también de delincuencia. «Es un lugar peligroso para un joven que no tiene nada que hacer», asume el militar después de repasar someramente una niñez «simple» y extremadamente pobre, sin apenas momentos luminosos más allá de los partidos de basket callejeros y de su eclosión en la 'high school' como un portento deportivo. «Se me daba bien todo, el fútbol americano, los cien metros libres, el salto de longitud... Era muy físico, muy competitivo y tenía mucha energía. ¡Y la tengo!», se reivindica.

«Nunca me he preguntado por qué yo. Nací muy pobre, mi vida ha consistido en seguir adelante»

El Ejército era la oportunidad más rápida de irse, de «dejar por fin de ser un niño» y de explorar un mundo desconocido en el que necesitaba adentrarse. «Me crié entre mujeres, con mi madre, mi hermana pequeña, tías, primas... Quería convivir con hombres y quería disciplina». Se autoprescribió la dosis más alta, los tres meses preceptivos de feroz entrenamiento para graduarse como marine. «Es peor que ser presidiario», admite. «Recibes las órdenes a gritos, en tu cara. Te estresan aposta. Es parte del adiestramiento. Se trata de que aprendas a mantener el control, de que, en medio del caos, seas capaz de hacer un buen trabajo». Los superó. También los tres meses siguientes de instrucción en la escuela básica de infantería de San Diego. Ya solo quedaba entrar en acción. La primera misión tardó tres años en llegar. Afganistán. «Fui, regresé y luego fui otra vez. La primera vez no fui a la guerra; la segunda, sí». Tenía 22 años. Para entonces, se había casado, había visto nacer a Jorge, su primer hijo, esperaban a Josué, el segundo, y una deflagración le había dejado fuera de combate.

- ¿Contaba con que algo así le podía pasar, estaba en su cabeza?

- Sí, es normal. Uno no se pregunta si algo así puede pasar. Te preguntas 'cuándo va a pasar'. Cuando estás en la guerra, sabes que de una manera u otra te vas a lastimar.

- ¿Cómo reinventa uno su vida en esa situación?

- Yo no tengo mentalidad de víctima. Nunca me he preguntado por qué yo. Yo nací muy pobre, toda mi familia lo es. Mi madre no habla inglés y yo no empecé hasta los quince. Mi vida ha consistido en seguir adelante. Desde el segundo en que pisé la bomba supe lo que pasó, me vi las piernas y yo fui quien dio las instrucciones a los marines para que saliéramos de allí. No sé pensar de otra manera. Luego hice mi terapia y ya.

En tres semanas le dejaron salir del hospital y unos meses después caminaba con prótesis. «Aunque nos lastimemos, durante un tiempo continuamos siendo marines activos y estamos obligados a elegir un deporte y practicarlo. Es parte de la recuperación». Una fisioterapeuta le vio hechuras de baloncestista -«claro, medía 1,91»- y le contó que en San Diego acababa de formarse el primer equipo de veteranos del país, y que iban a jugar en la Liga nacional. No paró hasta hacer de la silla la prolongación de su cuerpo. Tres meses más tarde estaba entrenando con la Wolf Pack (manada de lobos). «No somos los que tenemos más técnica, pero sí los más duros. Todos los equipos saben que la victoria les va a costar cara», dice con orgullo indisimulado. Desde entonces, su progresión ha sido meteórica. Le han bastado cuatro años para hacerse un hueco en la selección nacional de su país. Es el único veterano y el primero en conseguirlo en décadas. Este éxito corrió como la pólvora al otro lado del Atlántico, donde se forja el sueño europeo para cualquier jugador de baloncesto adaptado. Y le llegaron ofertas de varios países y de varios equipos. Pero solo le convenció una, la del Bidaideak Bilbao BSR, un equipo modesto con recursos limitados, pero a la vez «serio».

Antes de comprometerse, el marine escaneó la situación desde todos los flancos: la calidad de la Liga - «aunque todos en este mundo sabemos que la española es la más dura»- los jugadores, el entrenador, el presidente, la competencia, la ciudad... Un factor importante a la hora de dar el sí, no lo oculta, fue la presencia en sus filas de 'Doctor Ataque', ríe. Se refiere a Josh Turek, un compatriota, oro en los Juegos Paralímpicos de Río y «técnicamente perfecto».

Ajedrez y videoconferencias

Solo le quedaba explicárselo a sus hijos y despedirse de ellos. El pasado 13 de octubre, Jorge despegaba del aeropuerto de San Diego rumbo a otra batalla, en un interminable viaje de 9.000 kilómetros a Bilbao, con escalas en Boston y en Portugal. Lo hacía solo. «Tengo mente de misión y la de ahora es convertirme en uno de los mejores jugadores del mundo. El baloncesto me apasiona. Es trabajo en equipo, es el desafío de hacer que varias mentes distintas se compenetren».

Aquí se ha encontrado con una «familia»; un club «lleno de fans con tambores que llenan el pabellón y que te siguen incluso en desplazamientos de siete horas»; un país «que sirve tres platos en cada comida»; una ciudad «preciosa, llena de edificios superviviente a siglos de historia» y unas gentes «amables, aunque se nota que no han visto muchos jóvenes como yo». Cada día entrena cinco horas repartidas en dos sesiones. El resto del tiempo lo emplea en hacer videoconferencias con sus hijos, jugar al ajedrez o charlar con Jannik Blair, el australiano del equipo y compañero del hotel en el que reside.

- ¿No pesa la soledad?

- 'Adáptate y supéralo', decimos los marines. Estoy listo para lo que venga y esto que ha venido es muy bueno. Tengo suerte. Estoy aquí. Por eso tengo que hacer de mi vida lo máximo. Yo volví. Otros muchos se quedaron allá.

La misión, esta vez, se llama Tokio 2020. Dos palabras que prenden de inmediato la mecha de una sonrisa abierta y luminosa. En la piel de su brazo derecho, que habla del lanzagranadas que manipulaba, de su unidad, la 1.1., del Corazón Púrpura (la condecoración que reciben los combatientes heridos), de la medalla al valor, hay un hueco para una olímpica de oro. «Ya no puedo representar a mi país como marine, pero sí puedo hacerlo como deportista».

- ¿Qué es lo más valioso que le ha enseñado la vida?

- Aunque la situación sea dura, siempre hay una manera de salir adelante. Yo me lastimé, pero aquí estoy.

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