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Prisioneros. Musulmanes encerrados en un campo de concentración indio esperan su traslado a Pakistán. r. c.
La gran evasión

La gran evasión

El 70 aniversario de la Partición de la India en dos Estados de distinta religión recuerda el mayor y más trágico éxodo de la historia

GERARDO ELORRIAGA

Lunes, 14 de agosto 2017

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El 15 de agosto de 1947, quince millones de personas se despertaron en el lado equivocado. Muchos eran musulmanes que residían desde generaciones en el recién proclamado Dominio de la India, y otros era hindúes y sijs, miembros de un culto monoteísta local, radicados en las provincias que alumbraban la nueva Pakistán. Independientemente de su fe, todos eran conscientes de que permanecer en la tierra ancestral constituía un enorme riesgo para sus vidas. Los ánimos estaban caldeados en el vasto subcontinente indio tras los numerosos disturbios interreligiosos que habían tenido lugar en los últimos tiempos. A mediados de la década de los cuarenta del pasado siglo, Londres temía el estallido de la guerra civil en un territorio con casi 400 millones de habitantes. Tras casi tres siglos de permanencia, la Administración británica había precipitado su salida de la 'joya de la Corona', medida que iba a provocar una tragedia de inmensas proporciones.

En un clima de gran hostilidad, las minorías se apresuraron a abandonar sus hogares. Partieron a pie, en automóvil o camión, en carros de bueyes o atestados trenes, hacia la zona asignada a su confesión religiosa. En Pakistán, el flujo que se encaminaba hacia el este, en dirección a la India, se cruzaba con el de quienes pretendían llegar a las áreas atribuidas al control islámico.

El fenómeno global de la descolonización daba sus primeros pasos tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y, en el caso de la India, la turbulenta situación presagiaba un proceso catastrófico porque el común deseo de independencia iba parejo al peligroso incremento de las pugnas entre la mayoría hindú y la minoría musulmana. Unos y otros reclamaban la religión como seña de identidad.

Curiosamente, sus inspiradores no comulgaban con este concepto tan radical. El abogado ateo y racionalista Vinayak Damodar Savarkar acuñó el término 'hindutva' para explicar esa conciencia basada en la fe de la India tradicional, mientras que su colega el liberal Muhammad Ali Jinnah, creador de la Liga Musulmana, alentaba la creación de una nueva república basada en la confesión islámica, el denominado país de los puros, Pakistán. Entre ambos, clamando por un Estado laico e integrador condenado al fracaso, se hallaba el partido del Congreso, dirigido por Mahatma Gandhi y Jawarhalal Nehru, padre de Indira Gandhi.

El peor anticipo del caos llegó un año antes, el 16 agosto de 1946, en Bengala. La Liga organizó la huelga del Día de la Acción Directa como respuesta a la Misión de Gabinete del Reino Unido, organismo que negociaba la transferencia de poder con los principales representantes del país, siempre desde la perspectiva unitaria. Los líderes musulmanes convocaron una concentración en Calcuta, la capital de la Administración británica, y su capacidad para enardecer a las masas desembocó en el posterior saqueo de tiendas y el asesinato indiscriminado de hindúes. Las fotografías de la época muestran hileras de buitres acechantes ante calles atestadas de cadáveres.

La violencia creció en espiral, nutrida por la información falaz de los sectarios medios de comunicación. Sus noticias alarmistas sobre terribles masacres espoleaban el espíritu de revancha, que se prolongó durante los meses siguientes. El saqueo de un bazar era respondido por los participantes a un festival religioso asaltando un barrio musulmán y pasando a cuchillo a sus moradores.

Una frontera en 30 días

La cartografía y una maraña de intereses políticos sentenciaron a millones de personas. La teoría de las dos naciones se abrió paso ante la convicción de que la retirada inglesa desembocaría necesariamente en un baño de sangre, Gandhi renunció a la unidad y Lord Mountbatten fue enviado a Delhi para agilizar el engorroso trámite, pero fue Cyril Radcliffe, director general del Ministerio de Información, quien asumió la mayor responsabilidad. Como presidente de la Comisión de Fronteras, hubo de trazar la división definitiva, la que segregaría territorios y poblaciones. No conocía el país y, bajo la presión de hindúes y musulmanes, pero sin el asesoramiento de Naciones Unidas o de las propias comunidades afectadas, dibujó los nuevos mapas en el sorprendente plazo de 30 días.

Las nuevas demarcaciones se conocieron públicamente dos días después de la declaración de independencia y las repercusiones fueron descomunales. El mayor éxodo de la historia se acompañó de una brutal estrategia de limpieza religiosa. Las milicias locales alentaron la huida en su búsqueda de homogeneidad y la llegada de forasteros exhaustos, con sus historias de agresión y desarraigo, fomentaron la aversión hacia el otro y el deseo de venganza.

Los refugiados musulmanes que llegaban a Sindh, en Pakistán, impulsaron la huida de la mayoría del colectivo hindú, formado por más de 1,4 millones de personas, mientras que la acogida de hindúes en Delhi encendió la animadversión hacia los vecinos musulmanes, una tercera parte de la población. Algunas fuentes hablan de 25.000 asesinados y 330.000 huidos de la ciudad. A principios de los años cincuenta, tan sólo representaban el 5% del total de habitantes de la vieja capital imperial.

Baños de sangre

El cólera, la disentería y la extenuación hicieron estragos en las columnas de fugitivos, aunque fue el odio el factor que mató más y más rápido. No se conoce el número exacto de víctimas. Se habla de entre 200.000 y un millón de muertos, pero el balance final pudo ser mucho mayor porque se desconoce el paradero final de cerca de dos millones de personas que se echaron a los caminos. Tampoco hay constancia del destino de muchas de las 50.000 mujeres musulmanas y 33.000 hindúes que resultaron violadas, aunque se teme que buena parte renunció a regresar con los suyos ante el miedo al repudio.

Los ferrocarriles rebosantes se convirtieron en un símbolo de este intercambio humano. A mediados de los años cuarenta, el país contaba con más de cuarenta líneas y estos servicios, escoltados por militares, facilitaron la partida. Pero también se convirtieron en un símbolo del horror, de la ignominia, de la falta de compasión. El 25 de setiembre, un convoy que se dirigía al oeste fue atacado tan pronto alcanzó Amritsar, la capital sij. Las tropas hindúes que protegían al pasaje se inhibieron y tan sólo el oficial británico se opuso efectivamente a los asaltantes hasta que fue abatido. Unos tres mil viajeros, hombres, mujeres y niños, perecieron antes de que los vagones recuperaran la marcha durante la madrugada. La venganza fue cobrada con los trenes que partían de Lahore, en Pakistán, con cientos de hindúes y sijs degollados por turbas que los asaltaban cuando reducían la velocidad en las estaciones de paso.

Este baño de sangre no satisfizo las aspiraciones de ambos bandos. La independencia de India y Pakistán supuso, asimismo, el ocaso de los marajás, la máxima autoridad de los 600 Estados principescos que componían el subcontinente. El monarca de Cachemira, una de las zonas en disputa, pidió auxilio a India cuando las tropas pakistaníes intentaron invadir el valle y el Gobierno de Nueva Delhi exigió su incorporación política a cambio del apoyo militar. El conflicto civil o paramilitar derivó en lo que todos habían intentado evitar, una confrontación entre dos ejércitos, que se ha repetido en otras dos ocasiones. Es la última consecuencia del proceso, una herida que aún supura en forma de recelos y amenazas mutuas entre los dos colosos surgidos de la Partición.

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