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I. CUESTA
Viernes, 23 de marzo 2018, 23:52
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El hombre al que en España vimos por primera vez retozando en una playa con Carolina Grimaldi y terminamos de conocer la mañana que se casaba Felipe de Borbón, porque una sobredosis de alcohol le impidió acudir a la boda, acaba de demostrar que, además de seguir vivo, el tiempo no ha logrado quitarle las ganas de dar la nota.
Su alteza real Ernesto de Hannover, un cóctel perfecto de rancio abolengo, dinero a espuertas y crapulismo extremo, pasó las horas posteriores a la boda de su segundo hijo en una cama de una estupenda clínica limeña después de que el calor, la humedad y el pisco sour le dejaran «indispuesto». El incidente se habría quedado en el clásico asunto de mala suerte, si no fuera porque el aún marido de Carolina de Mónaco atesora una lista de incidencias vitales difíciles de igualar.
El jefe de la casa real depuesta de Hannover, una dinastía alemana que proporcionó monarcas a Gran Bretaña e Irlanda y gobernó el Reino Unido hasta la muerte de la reina Victoria, siempre apuntó maneras. Tenía quince años cuando, enrolado en una controvertida banda de rock, se vio involucrado en un accidente de tráfico que terminó con una multa considerable y la retirada del permiso de conducir motos durante una larga temporada. Sin embargo, ha sido su afición a orinar en espacios públicos -y abiertos- la que en más ocasiones le ha colocado en primera plana. La fotografía del bisnieto del último kaiser evacuando en el Pabellón de Turquía en la Expo 2000 de Hannover provocó un incidente diplomático sin precedentes después de que la embajada otomana le acusara de insultar al pueblo turco. Algún tiempo más tarde, una revista le volvió a sorprender miccionando, esta vez en el exterior de un hospital de Austria. El príncipe demandó -con éxito- a la publicación, pero quedó retratada su afición a mear en la calle.
La cosa habría quedado olvidada si no fuera porque, nunca mejor dicho, llovía sobre mojado. En 1999, cuando ya estaba casado con la mayor de las Grimaldi y todas las cámaras del planeta lo habían colocado en el centro de sus objetivos, Ernesto se lió a paraguazos con un periodista que filmaba a la entrada de su casa en el momento en que regresaba de una gala benéfica. Volvió a ser noticia tras encabezar una ofensiva contra el dueño de un club nocturno alemán en Kenia que acabó con el hostelero hecho unos zorros. Josef Brunlehner, que así se llama el propietario de la discoteca cuya música molestaba al príncipe cada noche, aseguró ante el juez que le había golpeado con un anillo de metal en el pecho y el abdomen.
Como cabe imaginar, la versión de su alteza fue muy distinta. Según su testimonio -y el de la princesa Carolina-, Ernesto le dio una bofetada al hombre, «simbólicamente», dos veces en la cabeza. Y, aunque buscó la absolución, finalmente fue declarado culpable y obligado a compensar económicamente a Brunlehner.
En cualquier caso, que nadie piense que el asunto le llevó a cualquier tipo de arrepentimiento. Poco después, el rebelde príncipe, pariente de la reina de Inglaterra y primo carnal de la reina emérita española, declaró a una emisora de radio del país africano que fue «un placer» apalear a su compatriota.
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