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Comer a ciegas

Comer a ciegas

En el restaurante Dans le Noir? se paladea en la más absoluta oscuridad. Sin referencias, el comensal es incapaz de identificar los sabores. Millón y medio de clientes han compartido esta experiencia

ANTONIO PANIAGUA

Domingo, 20 de agosto 2017, 00:11

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Comer a oscuras es lo más parecido a andar como un pato mareado. De poco sirven el cuchillo y el tenedor. Y, sin embargo, degustar la comida en las tinieblas más impenetrables es la propuesta que lleva abanderando con éxito el restaurante Dans le Noir?, cuyos establecimientos en París, Londres, San Petersburgo, Nantes, Barcelona y Auckland ya han recibido la visita de 1,5 millones de clientes. Hace un mes el grupo abrió en Madrid una nueva sucursal que comienza a atraer a comensales ávidos de nuevas experiencias. Para comprobarlo, nos metemos en la boca del lobo para ver cómo es eso de alimentarse a tientas. Y la verdad, a uno le parece que la bombilla sigue siendo un gran invento.

Maite Sutto, codirectora junto a su marido Christophe del lugar, se sienta enfrente de mí para ilustrarme en el trance. Porque esto es una prueba, un ensayo de cena para que el periodista tenga una idea aproximada de lo que habla. Los platos están diseñados por el cocinero Manu Núñez, que gusta de los sabores gallegos. Se puede elegir entre tres menús cuya composición no se desvela hasta que todo ha acabado.

En el comedor de Dans le Noir? no se ve nada, absolutamente nada. Una vez que se traspasa una pesada cortina, es necesaria la ayuda de un empleado para no dar un paso en falso. Los camareros, que han sido entrenados para conocer los entresijos del espacio, son ciegos o sufren alguna deficiencia visual. La ONCE ha ayudado a los empresarios en la tarea de conseguir personal para el establecimiento. Por lo que cuenta Maite Sutto, los clientes acceden a su mesa en fila india, con la mano apoyada en el hombro del que va delante. Y al frente de todos, un camarero conduce a la hilera de clientes hasta su asiento. «El local está insonorizado», dice Sutto. «Ofrecemos toda una experiencia sensorial y humana que aviva los sentidos», añade con entusiasmo esta francesa que lleva década y media dando de comer al hambriento. En Argentina Maite y Christophe se enteraron de lo que son las cenas a ciegas y copiaron la idea, dándole un aire chic.

Nueve de cada diez clientes no logran distinguir el vino tinto del blanco

¿Se queda uno a dos velas? Depende de las expectativas. El menú siempre es una sorpresa, de modo que adivinar los ingredientes de cada plato se convierte en un juego. Aunque no es el objetivo que persiguen los dueños, para quienes la experiencia es una oportunidad de despertar los sentidos que permanecen aletargados.

Quien frecuenta Dans le Noir? enseguida se da cuenta de lo entumecidos que tiene el olfato, el gusto y el tacto. De repente los cubiertos sirven de poco. El cuchillo y el tenedor tintinean en el plato sin dar en la diana. Cuando el comedor está lleno, el local se convierte en un gallinero. El vecino echa una mano al desorientado comensal, aunque no le conozca de nada. La negrura hace extraños compañeros de mesa. Como no atino y no me quiero quedar sin probar bocado, opto por la expeditiva vía de palpar la comida con las manos. No es lo más educado, pero nadie se va a enterar. Ese modo de actuar tiene sus riesgos. Porque acabo de pringarme con una especie de mayonesa. Me limpio las manazas con lo que creo es una servilleta -¡ojalá acierte!- y recupero el cuchillo y el tenedor.

Amigos en la adversidad

Amable lector y potencial cliente: si pretende ir de listo y encender el móvil de extranjis para atisbar algo en la penumbra, fracasará. Antes de adentrarse en la noche cerrada, los responsables del establecimiento invitan amablemente al comensal a dejar todas sus posesiones en una taquilla. Una medida para disuadir a los lumbreras. En Dans le Noir? se va a lo que se va.

Para evitar los trompicones las columnas están almohadilladas. Un inspector de riesgos laborales debe de tener aquí mucha tarea. Si el restaurante está lleno a rebosar, el bullicio y el estruendo son las notas dominantes. El público ríe con grande alharacas, el ruido de los cubiertos es ensordecedor y la torpeza invita a la fraternidad. Por lo visto, aquí se fraguan grandes amistades. «En Barcelona una bella modelo trabó conversación con un chico llenos 'piercings', alguien con quien, según me dijo después, jamás habría hablado», argumenta Maite.

Ella y Christophe pretenden que toda persona que asista al restaurante se percate de lo que es la discapacidad. A no ser que uno sea un completo imbécil, es algo de lo que se da cuenta enseguida. En igualdad de condiciones con un invidente, tomo por vino tinto lo que es un vino blanco y sólo acierto a adivinar, por la textura gelatinosa de un bocado, que tengo entre los dientes un molusco. En lo del vino hago el ridículo, aunque no estoy solo. Maite me consuela con la bendita estadística: nueve de cada diez personas son incapaces de distinguir el vino blanco del tinto o el rosado. Me alegro de haberme parado a tiempo y no haber glosado el aroma a cerezas, regaliz y frutos del bosque que siempre aprecio cuando me dan a probar un tinto.

Digámoslo sin tapujos: comer sin una maldita luz es un pelín angustioso e inquietante. Me lavo las manos antes de despedirme de Maite. No quiere que se dé cuenta de que las tengo pegajosas.

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