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El carismático primer ministro británico hace la señal de la victoria a la entrada de su residencia oficial, el número 10 de Downing Street. Aún faltaban dos años para el final de la Segunda Guerra Mundial. r. c.
El autor de la guerra

El autor de la guerra

La hizo y la escribió, y lo uno y lo otro le convirtieron en carnicero de hombres, salvador de su patria y Nobel de Literatura. Alcohólico, depresivo, brillante orador y analista ladino, el Churchill más sombrío regresa mañana a la gran pantalla

ICÍAR OCHOA DE OLANO

Jueves, 7 de septiembre 2017, 01:02

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Escribir sobre las contiendas militares en forma de crónicas periodísticas, 'best sellers' y ensayos constituyó su principal fuente de ingresos durante su longeva vida y le reportó, además, la gloria literaria en forma de Premio Nobel por sus 'Memorias de la Segunda Guerra Mundial' (1953). Sin embargo, lo que le convertiría en icono épico de la biografía moderna del Reino Unido fue anticiparlas, a veces, orquestarlas y ejecutarlas. Unas, eso sí, con menos muertos que otras. Carnicero en el primer gran enfrentamiento bélico del siglo XX, libertador del fascismo nazi en la pavorosa réplica que se desataría dos décadas más tarde, el controvertido 'premier' inglés está de cine 52 años después de su desaparición a los noventa. Y por duplicado.

Mientras se cocina 'La hora más oscura', el esperado biopic dirigido por Joe Wright e interpretado por Gary Oldman, hoy se estrena en las salas de España 'Churchill', la película con la que Jonathan Teplitzky ha conseguido airar a la Inglaterra más nostálgica y reaccionaria. En ella, un mimetizado Brian Cox recrea al granítico dirigente como un gobernante opaco y temeroso durante las 48 horas previas al desembarco de Normandía, el 6 de junio de 1944, la mayor ofensiva que los aliados lanzaron contra el III Reich. Teplitzky retrata a un líder ajado por los años y desprovisto de su desarmante agudeza mental, debilitado y atenazado por el fantasma de la sangrienta derrota de Galípoli, la funesta operación anfibia que ordenó en la península turca durante la Primera Guerra Mundial y en la que medio millón de hombres dejaron sus vidas. La mitad de ellos, soldados británicos.

Pero para ser proclamado villano y héroe (por varias veces tanto lo uno como lo otro), el político londinense, descendiente del mismísimo Mambrú, tendría antes que suspender una pila de exámenes, participar en cinco guerras coloniales e, incluso, perpetrar una espectacular fuga de un Alcatraz sudafricano.

Winston Leonard Spencer-Churchill (1874-1965) nació en un palacio, el de Blenheim, sede de su abuelo, el duque de Marlborough. Su padre, Lord Randolph, un prominente político conservador, y su madre, la deslumbrante hija de un financiero de Nueva York, lidiaron en la distancia y con indisimulado desinterés con un escolar rebelde y holgazán aficionado a la escritura y la aventura, dos actividades en las que se emplearía a fondo. Así, se las arregló para cumplir los 21 en Cuba, en calidad de observador de la guerra que España libraba en esos momentos contra los independentistas. Allí, el joven Churchill se familiarizó con el silbido de las balas y con el regusto amaderado de los habanos, una debilidad que puliría en adicción. Hasta ocho rulos del mejor tabaco acabaría prendiendo al día el iracundo 'Premier'.

Empleado como corresponsal de guerra, al año siguiente navegó hasta la India y, en 1898, luchó en Sudán, donde personalmente mató a «tres salvajes». Ni la tensión de los acontecimientos ni las volutas de sus puros lograrían aletargar su preocupación por su pobre educación académica. El noble reportero devoró todos los libros que tuvo a su alcance. Incluidos los viejos debates parlamentarios. Siguió leyendo también cuando, meses más tarde, las repúblicas Bóer declararon la guerra a Gran Bretaña y se desplazó hasta Sudáfrica para cubrir el enfrentamiento. Su estancia en Pretoria le proporcionaría material sustancioso para sus posteriores escritos y, también, una enorme popularidad en su país. Y es que, tras caer en una emboscada el tren blindado en el que se desplazaba, fue capturado y encarcelado en una prisión de la que lograría huir y poner tierra por medio oculto entre los sacos de un vagón de mercancías. Tardó seis días sin apenas alimentarse y quinientos kilómetros en ponerse a salvo. La hazaña le abriría de par en par las puertas de la política.

Considerado como uno de los oradores más mordaces de la historia -antes tuvo que superar un ceceo a base de entrenamiento diligente-, pronunció su primer discurso en el Parlamento británico en 1901. Pese a su bisoñez, no temía mostrarse en desacuerdo con sus jefes ni, llegado el momento, atacarlos ferozmente, como hizo por su propuesta de reforma arancelaria. Extraordinariamente seguro de sí mismo y de sus convicciones, le bastaron un par de años de rodaje para dejar el Partido Conservador y tomar asiento en la bancada de los liberales, enarbolando la bandera del libre comercio. Su despegue se acercaba. En 1908 se erigió en el ministro más joven del Gabinete y tres años más tarde le nombraron Primer Lord del Almirantazgo, la versión extravagante de ministro de Marina. A sus cuarenta años, Churchill tenía en sus manos la Royal Navy, un goloso juguete, la mayor maquinaria bélica del planeta.

«Vio venir a Hitler»

El fallido desembarco de Galípoli, en la Primera Guerra Mundial, le valdría el sobrenombre de «carnicero» y su caída eventual en el ostracismo. «Aunque aquella derrota tuvo más padres, admitió el error como suyo y dimitió. Atacado por el 'perro negro' -así es como llamaba a la depresión, la otra enfermedad, junto al alcoholismo, que le afectó durante toda su vida-, se marchó de simple coronel a las trincheras de Flandes para conocer la guerra en sus carnes, fuera del despacho», destaca a este periódico el historiador y escritor Juan Eslava Galán, quien expone su admiración «profunda» hacia el político por su «asombrosa capacidad para anticipar y prever los acontecimientos». «Lo mismo que vio venir a Hitler, anunció con antelación la caída del Telón de Acero, una expresión que lleva su cuño», agrega el experto.

No lo tuvo fácil. El denostado Lord del Almirantazgo pero brillante parlamentario se ahorró las lágrimas y la sangre pero tuvo que emplear todo su esfuerzo y sudor en abrir los ojos a sus compatriotas ante el terrible peligro que representaba para Europa el ascenso de Hitler y el movimiento nazi. La invasión alemana de Polonia, en 1939, despejó las dudas y el político caduco y lenguaraz se erigió en carismático 'premier', sostén del orgullo imperial y formidable estadista que llevó a los aliados a la victoria contra el Eje y por el que buena parte de su país le quiere recordar.

«La figura más grande la historia británica», según la última encuesta de la BBC, tiene, sin embargo, un lado oscuro menos conocido como eficaz Secretario Colonial durante los años veinte. Lo recoge con profusión de datos el joven pero respetado historiador británico Richard Toye en 'El Imperio de Churchill'. En su trabajo, el investigador documenta su cruda lucha por el «supremacismo blanco» frente a los «bárbaros», su desdén ante las matanzas de nativos en Sudáfrica o su defensa del uso de gas venenoso contra las «tribus incivilizadas» tras una rebelión kurda contra Gran Bretaña. Le responsabiliza, asimismo, de la construcción de varios 'gulag' en Kenia, de «burlarse» de los palestinos y de permitir una devastadora hambruna que mató a tres millones de indios, un pueblo al que especialmente despreciaba.

«Todo eso es cierto. Churchill era un inglés victoriano,un imperialista clásico y esa era su mentalidad. Era racista y despreciaba a los pueblos subdesarrollados. Ponía el imperio inglés por encima de todo. Si lo juzgamos como patriota inglés, que es como creo que la Historia debe de juzgarle, fue un hombre de una pieza cuya visión resultó importantísima en su momento», remata Eslava Galán. Héroe, carnicero o ambas cosas a la vez, el cine sigue dando chuches (y whisky) al viejo 'bulldog' inglés.

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