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Rúbricas que hacen la Historia

Rúbricas que hacen la Historia

Sin autógrafo no hay 'Brexit', ni guerras, ni paz. Es así desde el siglo XVI, pero ya un milenio antes de Cristo, Hattusil III grababasus edictos en barro para que no se los llevara el viento

ICÍAR OCHOA DE OLANO

Viernes, 28 de abril 2017, 19:47

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«Por la presente notifico al Consejo de Europa de conformidad con el artículo 50(2) del Tratado de la Unión Europea, la intención del Reino Unido de salir de la Unión Europea (...). Suya sinceramente, Theresa May». La primera ministra británica acaba de certificar con su firma manuscrita uno de los documentos de más calado de la Historia contemporánea. Redondas, ornamentales, ininteligibles o minimalistas -muy del gusto anglosajón, como exhibe la premier-, la rúbrica de puño y letra estampada sobre el papel valida desde hace siglos desanexiones, leyes, armisticios, constituciones, conquistas coloniales, tratados internacionales, testamentos reales e, incluso, la edición de novelas universales. Pese a la implantación progresiva de su versión digital o electrónica en la burocracia administrativa, el rubrum -del latín, rojo, el color de los lacres que timbraban los documentos oficiales- no se ha convertido en un mero gesto de formalidad protocolaria. Desde que su uso se generalizó con la llegada de la Modernidad, la firma húmeda «tiene y mantiene una triple finalidad: identificación (reconocimiento del autor), declaración (asunción del contenido) y probación (el que firma es realmente quien la ha realizado)», expone, para empezar, el doctor en Historia Moderna y profesor de la Universidad Complutense de Madrid, Juan Carlos Galande.

¿Esto quiere decir que no hay Brexit sin el garabato identificativo de la señora May? «Cualquier documento precisa de una marca de autoridad para adquirir plena validez jurídica. Por tanto, sin la rúbrica de May, esos papeles no pasarían de ser un borrador o una versión previa», afirma el paleógrafo y diplomatista donostiarra José Ángel Lema. «En la Edad Media ya se distinguía esto muy bien. De hecho -prosigue-, cuando un monarca quería anunciar una decisión, contaba la idea a un escribano o a un miembro de la cancillería, que tomaba notas, hacía un borrador y pasaba éste a limpio hasta que el rey le daba el visto bueno. Eso sí, sin su firma o sello, el escrito no tenía ningún valor. Lo supo bien en el siglo XII el obispo de Santiago de Compostela. Alfonso VI, rey de Castilla y León, le concedió nada menos que el derecho de acuñar moneda, pero le envió el privilegio sin firmar. Lo mismo le ocurrió cuando se las arregló para que Roma elevara su sede a categoría de Obispado. Como él mismo contó, tuvo que repartir sobornos entre la curia italiana para que le llegara el documento rubricado por el Papa», recuerda a este periódico el doctor en Historia y profesor de la Universidad del País Vasco (UPV).

Sobre arcilla, piedra y cera

Muchos milenios antes de que se inventara el pergamino y de que el plumaje de las aves se adoptara como herramienta para entintarlos, la Humanidad ya sintió la necesidad de retener sus decisiones para que no se las llevara el viento. A los egipcios y a los hititas -un reino del Cercano Oriente, asentado en la actual Turquía- se les debe el Tratado de Qadesh, nada menos que el primer acuerdo de paz «perpetua» de la Historia. Para encontrarlo hay que rebobinar 1.259 años antes de Cristo. Tras librar una batalla que quedó en tablas, ambas civilizaciones fijaron las respectivas áreas de influencia con la actual Palestina como frontera. Lo hicieron sobre un bloque de arcilla mediante signos cuneiformes (jeroglíficos, en el caso egipcio). Ramsés II y Hattusil III suscribieron su pacto en el barro. Duró «un telediario».

Ese rústico soporte arcilloso evolucionaría lentamente, primero, hacia la piedra esculpida; después, hacia las tablillas de madera recubiertas en cera ensayadas con éxito por los romanos, y, posteriormente, a esa piel animal tensada, secada y alisada que se impondría en el Medievo europeo. El pergamino firmado más antiguo que conservan los archivos españoles data del 775, se llama Documento del Rey Silo -monarca semimítito asturiano, descendiente de Pelayo- y se trata de una donación piadosa. Del sello primigenio como marca de propiedad o autoridad hasta el autógrafo, aún quedaría un variado repertorio de dibujos y sencillos signos identificatorios. A menudo, geométricos, «como el rectángulo con una cruz que empleaba como rúbrica, allá por el siglo XII, Alfonso El Batallador», destaca Lema. «Su antecesor en el reino de Aragón, Pedro I, empleó como firma letras del alfabeto arábigo, mientras que Carlo Magno, que sabía leer pero no escribir, se limitaba a unir unos rombos que le colocaban para que así pudiera construir su nombre». «En la época en la que el latín era el idioma oficial de los documentos, escribir se consideraba una especialidad profesional», le disculpa el paleógrafo.

La prisa de los Reyes Católicos

En la segunda mitad del XIII, Alfonso X el Sabio se revelaría, por su parte, como el monarca más preciosista con su documentación oficial. Y, también, el más orgulloso. No en vano, legisló sobre cómo hacerla. Dibujaba círculos concéntricos de colores en los que introducía su nombre y abría los textos con un crismón, otro círculo en el que dibujaba la primera y la última letra del alfabeto griego para señalar a Dios como principio y final de todas las cosas. Extendido el papel a toda Europa desde la España comandada con determinación por la entente católica, Fernando e Isabel lideraban una de las épocas más agitadas y productivas. No solo apadrinarían una aventura de ultramar que desembocaría en el descubrimiento de un continente nuevo, sino que se sentarían las bases del Estado Moderno. La cursiva de sus firmas revela el trajín administrativo y político. «Denota que se han hecho con mucha rapidez y de manera descuidada. De hecho, aunque muchas veces se limitaban a escribir Yo la Reina o Yo el Rey, a menudo son muy difíciles de leer», destaca el historiador.

Es más, a partir del siglo XV, las monarquías europeas, en general, y la de los mecenas de Cristóbal Colón, en particular, se convertirían en verdaderos aparatos burocráticos. «Producían tal volumen de documentos que publicar todo lo que salió de su cancillería exigiría crear equipos de trabajo durante varias generaciones», asegura el diplomatista. «Tanto es así que esa explosión documental les obligó a crear la Audiencia de Valladolid, en la que el personal administrativo estaba autorizado a emitir documentos sin la necesidad de que lo firmaran los monarcas. Se diría que Carlos V no salió de Valladolid en todo su reinado y esa es la razón», agrega. Testigos de gran factura en papel y tinta de aquella época son las Capitulaciones de Santa Fe, el Tratado de Tordesillas o el Testamento de la reina, en el que nombra a su primogénita Juana heredera universal. Papel mojado.

Toda la arquitectura institucional forjada por los Reyes Católicos saltaría por los aires con los Decretos de Nueva Planta o, lo que es lo mismo, el rodillo que los Borbones aplicaron a su recién estrenada corona. Ya no habría leyes aragonesas ni castellanas. Solo españolas. La Carta Magna que unificaría todas ellas no llegaría hasta 1812, con la familia real presa de Napoleón en Bayona. En su ausencia, la Pepa sería suscrita por los diputados de las Cortes de Cádiz. Aquella Constitución no tendría ningún recorrido. Fernando VII la derogó nada más sentarse en el trono. Habría que esperar 166 años para que otro monarca, Juan Carlos I, echara el cerrojo a una siniestra dictadura e inaugurara la democracia con una estilográfica dorada de Christian Dior.

El Congreso de los Diputados custodia la pluma que dio vida a la Constitución vigente. En Estados Unidos, los instrumentos de escritura empleados por sus presidentes para hacer la Historia tienen una elevada cotización como regalos de agradecimiento. Por eso, el antecesor de Trump emplearía hasta veintidós diferentes cuando puso en marcha con su rúbrica el Obamacare, ahora en la cuerda floja. Que la pluma de May tenga caché como obsequio está aún por ver.

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