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IRMA CUESTA
Domingo, 26 de febrero 2017, 20:10
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En los 36 días que Donald Trump lleva ejerciendo como comandante en jefe de los Estados Unidos, seis de ellos los ha pasado en algunos de los 12 campos de golf que el presidente tiene repartidos por el país. Mar-a-Lago, el Trump National Jupiter Golf, ambos en Palm Beach, y el Trump National Golf Club de Bedminster, en New Jersey, se han convertido en solo unas semanas en una suerte de extensión de la Casa Blanca.
Su decisión de sustituir a sus habituales compañeros de juego por miembros de su equipo, representantes de colectivos empresariales e, incluso, de otros gobiernos -como el primer ministro japonés Shinzo Abe- deja claro que el nuevo mandatario utilizará sus visitas a cualquiera de los 'Trump's Golf' para mezclar recreo y diplomacia convirtiéndolos en su Camp David particular.
Desde luego, Donald Trump no es el primer presidente de Estados Unidos loco por el golf. Obama dedicó buena parte de su tiempo libre a este deporte, despertando la ira de quien es hoy su sucesor, que no se cansó de acusarle de andar perdiendo el tiempo, de hoyo en hoyo, mientras el país se desmoronaba. Tampoco es el primero que decide que Camp David, la residencia campestre presidencial construida en 1942 por Franklin Delano Roosevelt y bautizada inicialmente con el idílico nombre de Shangri-La, no encaja en su idea de casa de campo ideal.
George W. Bush siempre prefirió su rancho de Crawford (Texas) a la fantástica villa oficial de Catoctin Mountain Park, a unos cien kilómetros de Washington. Allí pasaba buena parte de sus vacaciones y allí se hospedaron durante su mandato una larguísima lista de mandatarios extranjeros que incluyó a José María Aznar. Tampoco a su padre le gustaba especialmente ese lugar apartado (ni siquiera aparece en los mapas por razones de seguridad) elegido por Roosevelt para huir del calor y la humedad de la capital. Cuando era presidente, Bush padre prefería la casa familiar de Kennebunkport, en el condado de Maine. Aunque en Camp David se han celebrado a lo largo de los años históricas cumbres, tampoco Bill Clinton, más aficionado a pasar sus días de asueto en casa de alguno de sus amigos millonarios, era muy partidario de perderse entre sus arboledas.
Millonarios de vacaciones
La diferencia, aseguran los analistas norteamericanos, es que tanto Mar-a-Lago como el Trump National Jupiter Golf (Palm Beach) o el Golf Club de Bedminster, en New Jersey, no son solo una casa, sino un exclusivo club social con cientos de lujosas plazas de alojamiento al que acuden de vacaciones decenas de millonarios y donde lo mismo se celebra una boda que un congreso de odontólogos, con lo que eso supone de reto para los servicios de protección del presidente.
A la vista de las preferencias del nuevo inquilino de la Casa Blanca, los expertos predicen que las medidas de seguridad dentro y fuera de todos estos resorts de lujo tendrán que ser seriamente reforzadas si Trump insiste en seguir usándolas como delegaciones del Despacho Oval. Carreteras de acceso, líneas de teléfono, trabajadores (desde el portero hasta las limpiadoras o los cocineros), todo deberá ser supervisado con lupa para velar por el bienestar del presidente y su familia.
Pero, por complicado que pueda llegar a ser para los miembros del servicio secreto adscritos a su protección, ese no es el único problema que genera la decisión de Trump de llevarse el trabajo al campo de golf: los demás socios tendrán que resignarse a ver esos remansos de paz invadidos por ejércitos de hombres de traje azul marino y gafas oscuras que les cachearán, interrogarán y obligarán a identificarse a cada paso cuando esté allí el comandante en jefe.
Lo que nadie discute son las bondades de cualquiera de esos destinos. Por ejemplo, el Trump National Golf Course ofrece al presidente electo 200 hectáreas de bucólicos paisajes en Somerset Hills, muy cerca de Nueva York, en donde sigue instalada la primera dama. Por no hablar del Mar-a-Lago, que el propio Trump ya ha bautizado como 'la Casa Blanca de invierno'. Ese exclusivísimo club con 114 habitaciones fue el escenario de su boda con Melania y uno de sus destinos favoritos. Por lo demás, aunque al erario público sus idas y venidas le vayan a salir por un ojo de la cara, el presidente está haciendo una publicidad impagable de sus propiedades. Y es que, como aseguró hace solo unos días un conocido congresista, es como ir a Disneylandia sabiendo que Mickey Mouse va a estar allí todo el día.
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