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Colección de cráneos del Museo de Antropología Forense de Madrid.
Un garrote vil y 600 cráneos

Un garrote vil y 600 cráneos

El Museo de Antropología Forense de Madrid alberga una rica colección de calaveras y guarda desde instrumentos de tortura a momias andinas

Antonio Paniagua

Martes, 7 de febrero 2017, 01:19

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Rincón de muertos olvidados, el Museo de Antropología Forense de la Universidad Complutense de Madrid, considerado el mejor de España en su campo, está lleno de cadáveres que prestan su último servicio. Y lo hacen con la generosidad de los difuntos anónimos. Porque gracias a los esqueletos, las mandíbulas, los cráneos y las momias que aquí comparecen, la ciencia sabe por qué la especie humana es como es, por qué enferma, qué distingue a unas etnias de otras y cómo fue la muerte de un sujeto. Ya dice un viejo proverbio que la vida es novia de la muerte.

Por eso en este centro, donde las piezas hablan en el lenguaje enigmático que sólo los forenses entienden, se acumulan piezas que a los temperamentos algo melindrosos producen un repeluzno. En el museo se alojan desde instrumentos de tortura como el aplastacabezas a calaveras de decapitados, pasando por escápulas y otros huesos que ilustran trepanaciones y patologías varias. Más de 600 cráneos procedentes de toda España se acumulan aquí, una «espléndida colección», según el director del museo, José Antonio Sánchez. «Dos alumnos míos han realizado tesis doctorales en las que se concluye que, a la luz de las características métricas y morfológicas, no existen diferencias entre los cráneos procedentes de unas regiones y otras», apunta Sánchez. La mayoría proviene de enterramientos hechos en iglesias y están datados entre el siglo XVI y el XIX. «Cuando se realizan las mondas o limpieza de los osarios, nuestros alumnos van allí para recogerlos y estudiarlos». Al visitar el museo conviene estar alerta para no sufrir demasiados sobresaltos. Recién vistos los cráneos, al girar un poco la cabeza, el curioso se da de bruces con un feto de ocho meses conservado en formol. Aún se ven con perfecta nitidez la placenta y el cordón umbilical. La pieza llegó en muy mal estado. El formol se había evaporado, de modo que el cuerpo se estaba desecando. «Un ayudante mío hizo un relleno con materiales sintéticos y se colmó de nuevo el recipiente con la disolución en que se conserva. Ahora sí que está muy bien sellado». Lo que busca con más afán el visitante son las momias, un interés que contraría a su director por su inspiración morbosa. Igual de macabros resultan los instrumentos de tortura, entre los que sobresale el garrote vil que desnucó en 1959 a José María Jarabo, una máquina que procede de la prisión de Carabanchel (Madrid). Jarabo era un chico de buena familia que fue ajusticiado por un cuádruple asesinato.

Asiduo de la noche madrileña, con estampa de galán mexicano y traficante de cocaína en la España de Franco, Jarabo acabó con la vida de dos prestamistas, la mujer de uno de ellos y una criada. Era todo un caballero español: antes de morir fue a misa, comulgó y se puso sus dientes de oro. Como su nombre indica, el aplastacabezas era un instrumento de tortura que hacía papilla el cráneo. Ante semejantes tormentos, el acusado hacía suyas todas las culpas. «Desde la Edad Media hasta el siglo XVIII, la justicia era inquisitorial, se basaba en la confesión del reo, no en las pruebas», ilustra Sánchez.

Un aventurero

El nombre de la entidad museística es tan largo como detallado. Se llama Museo de Antropología Médica, Forense, Paleopatología y Criminalística Profesor Reverte Coma. Lleva los apellidos de su fundador, José Manuel, un hombre con empeños aventureros que recorrió América y estudió las tribus indígenas de Panamá. Gracias a este forense que combinó el carácter intrépido y audaz con el rigor científico, nació un laboratorio en 1980 que se nutrió de material de casos judiciales resueltos por los expertos de la Escuela de Medicina Legal. A esos objetos se añadieron osarios de toda España y colecciones de cátedras y particulares. Especialmente valiosas fueron las aportaciones provenientes de la antigua Facultad de Medicina de Atocha, donde ahora se asienta el Museo Reina Sofía. El centro museístico evidencia que el embalsamamiento es un arte. Mejor abstenerse los desmañados y advenedizos. Sánchez muestra dos cabezas momificadas. Una de ellas pertenece al antiguo Egipto data de la XVIII dinastía, en el siglo 1500 a.C. y corresponde a una mujer pudiente. En aquellos tiempos los afeites no estaban hechos para pieles sensibles. En la mayoría de los casos originaban la aparición de granos y pequeñas lesiones cutáneas. «Los cosméticos de entonces llevaban mercurio y otros elementos que ocasionaban alteraciones en la piel. Por sus facciones, parece originaria de Nubia (en el sur de Egipto)», dice Bernardo Perea, director de la Escuela de Medicina Legal de la Complutense.

La segunda testa, que data del siglo I d.C., es de un soldado romano de pocos posibles. Fue embalsamado sin vendas, lo que redunda en una superficie facial tosca y sin rasgos definidos. Una pieza que suscita la atención de los visitantes es el cuerpo de una niña de tres años que murió por triquinosis, una enfermedad parasitaria que aparecía por ingerir carne de cerdo infectada. Lo curioso es que el cadáver ha experimentado una momificación espontánea. Los despojos incorruptos son el resultado de un proceso que no tiene nada de sobrenatural. Acontece a causa de una desecación que impide la putrefacción del difunto, ya sea por el terreno, la temperatura o la sequedad ambiental.

Posición fetal

Las momias andinas que alberga el museo permanecen todas en posición fetal y han sufrido un proceso de momificación espontánea. Proceden de Chiu-Chiu, en el desierto de Atacama (Chile), y fueron traídas con ocasión de una expedición española al Pacífico oriental que se desarrolló etre 1862 y 1866, durante el reinado de Isabel II. «A una altitud de 3.000 metros, reunían las condiciones necesarias para desecarse: mucho calor y frío y un clima muy seco», señala Sánchez. Hay varias hipótesis sobre el hecho de que tengan las piernas flexionadas. Unos dicen que es la posición de descanso eterno. Otra teoría, quizás más plausible, es que la vasija que contenía los cadáveres obligaba a doblarlos para que entraran bien en su interior. En un ejercicio de antropología forense comparada, el director muestra cráneos trepanados antes y después de la muerte. «Las trepanaciones se realizaban muchísimo en la antigüedad, tanto en América como en Europa. Se pensaba que practicando un agujero en la cabeza se ahuyentaban los malos espíritus. Lo interesante es que en las trepanaciones realizadas en vida se observa un ligero crecimiento del hueso. En la mayoría de los casos, las víctimas de trepanaciones sobrevivían».

De la vida entre rejas hay testimonios variados. Destaca una máscara hecha con miga de pan, tela y pelo por un recluso que la colocaba en la cama para simular que estaba durmiendo. La pieza se empleó en un intento de fuga en la cárcel Modelo de Barcelona en el que se llegó a excavar un túnel. También figura un cuentapenas, fabricado por un preso para calcular el tiempo de internamiento que le quedaba. Y un libro con las páginas recortadas en el que se ocultó una pistola-bolígrafo. El surtido de curiosidades del hampa se completa con objetos punzantes hechos por presidiarios y una nutrida colección de pistolas de juguete que, aunque falsas, dan el pego. «Si se captura al delincuente con pistolas simuladas la pena es mucho menor que si se porta un arma de fuego auténtica», explica Sánchez.

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