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Urgente Muere el mecenas Castellano Comenge
El famoso baño de Fraga, entonces ministro de Información y Turismo, con el embajador de Estados Unidos en la playa de Palomares. Bajo esa imagen, tareas de limpieza y desescombro de la zona donde cayeron tres de las bombas. la cuarta se hundió en el fondo del mar y se recuperó 80 días después del accidente.
«EE UU trata de ocultar la historia en Palomares»

«EE UU trata de ocultar la historia en Palomares»

Veteranos del Ejército americano vinculan sus cánceres a la limpieza de los residuos nucleares en 1966. «Nos dijeron que era seguro y fuimos lo bastante tontos para creérnoslo», dice Frank Thompson, que hoy arrastra un tumor de hígado, pulmón y riñón

INÉS GALLASTEGUI

Lunes, 27 de junio 2016, 21:17

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Tomates para desayunar, para comer y para cenar. Los comimos hasta que ya nos daban asco», recuerda Wayne Hugart, de 74 años, uno de los 1.600 militares norteamericanos que participaron en la limpieza de los residuos radiactivos del accidente de Palomares (Almería) en 1966. Cuando en la noche del 17 de enero un B52 con cuatro bombas de hidrógeno y un avión nodriza chocaron en el cielo, la Fuerza Aérea de Estados Unidos (USAF) reclutó a toda prisa a decenas de soldados -al principio, de las bases cercanas, como la de Morón, en Sevilla- y los llevó a recoger tierra y trozos de metal a aquel lugar perdido en mitad de ninguna parte. En las semanas siguientes, los americanos compraron los cultivos afectados. ¿Qué haces con un montón de toneladas de jugosos, rojos tomates presuntamente contaminados? Lavarlos y dárselos de comer a las tropas. Y después, ¿qué haces con varios cientos de soldados expuestos a 3.000 millones de dosis potencialmente cancerígenas de plutonio? «Negar la historia y esperar a que todos mueran para que el problema desaparezca», declara a este periódico John Garman, entonces un policía militar de 23 años, que ha sobrevivido a un cáncer de vejiga y hoy padece una enfermedad respiratoria crónica.

'The New York Times' publicó el pasado domingo un amplio reportaje sobre el incidente de esta pedanía de Cuevas de Almanzora, uno de los desastres nucleares más graves del Ejército de Estados Unidos y, sin embargo, desconocido para la gran mayoría de los norteamericanos. Lo firma el premio Pulitzer Dave Phillips, que localizó a 40 veteranos de aquella misión: 12 sufrían cáncer, 9 habían muerto ya de la enfermedad.

Según la 'biblia' del periodismo mundial, a aquellos hombres nadie les habló de plutonio ni de radiación. «Nos dijeron que era seguro y fuimos lo bastante tontos para creérnoslo», dice Frank Thompson, que era trombonista de la banda de música de la USAF y paga 2.200 dólares al mes por tratarse un cáncer de hígado, pulmón y riñón. Los primeros días no había trajes especiales, guantes ni mascarillas: los vídeos y las fotos de la versión online del reportaje muestran a decenas de jóvenes peinando campos con las manos desnudas, comiendo en la zona del accidente o posando junto a las bombas. Cargaron con palas 5.500 bidones con tierra contaminada, desperdigando el polvo en el aire, y se los llevaron. Cuando llegaron los equipos especializados, los contadores Geiger se volvían locos, pero nadie hizo caso. «¿Que si seguimos el protocolo? ¡Ni de coña! No teníamos ni tiempo ni equipo», declara al NYT Victor Skaar, miembro del equipo médico. A muchos soldados jamás se les sometió a un simple análisis de orina; cientos de los que sí se hicieron daban niveles altísimos de plutonio, pero el médico que recibió las muestras decidió que se debía a la contaminación del ambiente y las tiró.

La USAF se comprometió a realizar controles periódicos para medir los efectos a largo plazo de las radiaciones, pero en 1968 desechó la idea. En las décadas siguientes, algunos de los 'responders' empezaron a caer enfermos y a reclamar al Departamento de Veteranos cobertura para sus tratamientos -en Estados Unidos no hay sanidad universal- y pensiones de invalidez. Sin ningún éxito.

En los primeros momentos, las autoridades franquistas coincidieron con EE UU en que hacía falta una limpieza «rápida y silenciosa» para no perjudicar la imagen turística del pueblo y la distribución de sus productos agrícolas, durante años mirados con sospecha. En esa línea se planificó el baño de Manuel Fraga con su inmenso Meyba o la ya citada dieta de tomates de las tropas. Al mismo tiempo, se criticaba que los yanquis tuvieran equipos y los campesinos, nada. Corrieron bulos sobre bebés nacidos con malformaciones. Pero lo cierto es que a lo largo de las décadas buena parte de los 1.700 habitantes de la localidad han viajado una vez al año a Madrid, al Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (CIEMAT, sucesor de la Junta de Energía Nuclear, JEN), para someterse a controles médicos, dentro de un programa parcialmente financiado por Washington. El secretario de Estado, John Kerry, se comprometió en octubre a llevarse otros 50.000 metros cúbicos de tierra -hoy vallados- en los que aún hay diseminado medio kilo de plutonio. Pero el acuerdo, que implica 3 o 4 años de trabajo, solo se firmará con el nuevo gobierno de España.

Alberto Fernández Ajuria, epidemiólogo de la Escuela Andaluza de Salud Pública, explica que el plutonio produce radiación alfa, que no atraviesa la piel, y es peligroso si es ingerido y -sobre todo- inhalado. «El periodo de latencia entre la exposición y la expresión del tumor puede ser muy largo, de varias décadas», admite el médico.

En el Atlas Interactivo de Mortalidad de Andalucía, señala, no se aprecia una concentración anormal de casos de cáncer en la localidad almeriense. También el médico Pedro Antonio Martínez, que comparó las muertes por esa enfermedad entre Palomares y una pedanía cercana, Guazamara, llegó a la conclusión de que las bombas de hidrógeno no habían tenido ninguna influencia en la salud del pueblo: entre 1966 y 2005 contabilizó 44 defunciones tumorales en el primero de ellos y 43 en el segundo. Por debajo de la media española.

Durmiendo sobre plutonio

El jefe del Programa Radiológico Ambiental de Palomares en el Ciemat, Carlos Sancho Llerendi, no oculta su enfado por la publicación del reportaje, a pesar de que el periodista advierte de que «es imposible conectar casos de cánceres individuales con una única exposición a radiación». El técnico español dice confiar en los informes de la USAF, que aseguran que los militares «usaron el equipo de protección y actuaron según los protocolos de la época», eso sí, menos exigentes que los actuales.

Los veteranos están deseando de que su historia se difunda en España. «Por poco que sea lo que el Gobierno norteamericano ha hecho por la gente de Palomares, es mucho más de lo que ha hecho por sus propios hombres», lamenta en conversación telefónica con este periódico Nona Watson, una profesora de Ciencias que lleva media vida tratando de averiguar la verdad sobre aquel episodio. Su marido, Nolan Watson, cuidaba de los perros en el campamento de limpieza y llegó a dormir a pocos metros de uno de los cráteres el día después de la explosión. Solo un año después, a los 23, comenzó a tener terribles dolores de cabeza y rigidez en las articulaciones. Ha sufrido cáncer en los dos riñones y le han extirpado uno. Ahora los tests sugieren leucemia.

«Es evidente que la Fuerza Aérea está tratando de negar y ocultar la historia», asegura Garman, que lucha contra su enfermedad y no oculta su decepción hacia una institución a la que dedicó 40 años de su vida.

Victor Skaar aún se emociona cuando recuerda a la gente humilde de Palomares y a los colegas de la JEN que les asistieron en las tareas de limpieza. Como vivió tres años en Sevilla, hablaba el suficiente español para que le encargaran ayudar a los vecinos «a volver a la normalidad». «Después de 50 años, todavía veo y revivo aquellos dos meses en mis sueños», asegura Skaar, que vio morir jóvenes a dos miembros de su equipo y ha sobrevivido a un melanoma, un carcinoma y un cáncer de próstata. «Mi mujer y yo volvimos a Palomares en 1999. El pueblo había cambiado y nos encontramos con que los vecinos no tenían muchas ganas de hablar con libertad del incidente de 'La Bomba'», admite apesadumbrado.

«La gente está cansada», afirma Antonio Fernández, el alcalde socialista de Cuevas de Almanzora. Hartos del estigma de pueblo 'radiactivo', quieren pasar página de un marrón que les cayó del cielo hace medio siglo. Aunque sea una página del respetado 'The New York Times'. Las sandías 'fashion' y los 3 kilómetros de playas de Palomares, dice el alcalde, lo piden a gritos: que se haga ya el silencio.

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