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Prueba de tiro con el fusil G36.
Guerrilleros del infierno

Guerrilleros del infierno

Las pruebas de acceso a a los Boinas Verdes son «las más duras» de las Fuerzas Armadas. Hay seis mujeres entre los cerca de mil efectivos

daniel vidal

Viernes, 9 de octubre 2015, 19:11

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De pequeño, al soldado Valverde solo le bastaba un muñeco pintado de caqui y un carro de combate de plástico para ser el niño más feliz del mundo y pasarse las horas muertas jugando a la guerra en el suelo de su casa, entre tiros imaginarios y bombas de mentira que él mismo detonaba con su boca: «¡¡Booom!!». Años más tarde, cuando vio a Sylvester Stallone en Rambo, tuvo claro lo que quería ser de mayor: «Soldado de operaciones especiales, señor. Es el sueño de mi vida», contesta rígido como una estaca, cuadrado ante la presencia del mayor Carlos García. Valverde, de origen boliviano de 27 años, es paracaidista y luce un aspecto hercúleo. No pasa desapercibido entre los 150 aspirantes que este año se presentan a las exigentes pruebas de ingreso en los Grupos de Operaciones Especiales (GOE) del Ejército de Tierra, los Boinas Verdes, las unidades de élite con misiones en Bosnia, Kosovo, Mozambique... o Perejil, el islote que asaltaron en 2002.

Los ejercicios durarán dos semanas. Solo habrá 54 elegidos. De ellos, únicamente la mitad acabará recibiendo el Fred Perry, el distintivo del cuerpo: un machete abrazado por dos hojas de roble.

Valverde no tiene un solo gramo de grasa y exhibe unos músculos excesivos, forjados en largas horas de gimnasio. Da fe de ello una espalda en la que bien se podría jugar una partida de mus. Un bigardo en toda regla que, sin embargo, «casi se muere» -según la jerga de los instructores- en la piscina del acuartelamiento Alférez Rojas Navarrete, en Alicante. «De momento todo bien, pero en el agua lo he pasado jodido», resuella el paraca. Se ha tirado entrenando en el agua más de tres meses, pero no ha podido con la piscina. Debía completar 200 metros en los cinco minutos y medio que marcan la diferencia entre seguir soñando o irse a casa. El fornido boliviano queda eliminado esa misma mañana junto a otros seis compañeros.

«Aquí el tamaño no importa», observa el mayor García, un veterano que había vaticinado que Valverde no llegaría muy lejos: «No me vale un tío que se pasa el día en el gimnasio. Necesitamos gente que piense, que actúe de manera racional, y que sea de total confianza. Son los dos aspectos fundamentales para nosotros. Lo más importante es la actitud. Si necesitamos fuerza, ya la entrenaremos», requiere. Como recuerda uno de los lemas de los GOE: «El comando no nace, se hace».

La soldado Lara, la zapabruta

Acto seguido, la soldado Lara, ingeniera zapadora -o «zapabruta» se autodefine-, sale de la piscina como si acabara de darse una ducha. Es una mujer menuda, pero estrecha la mano con firmeza mientras sus ojos claros y vivarachos anticipan la calificación de su examen en el agua: «Es peor la presión psicológica que la exigencia física. ¡Me ha ido muy bien!», quita hierro antes de echarse el petate al hombro y salir al trote rodeada de hombres. «¡¡Con su permiso, mi suboficial mayor!!». Es la única mujer que sigue adelante. Solo tres superaron el primer filtro, el administrativo, antes de llegar a Alicante entre los 150 aspirantes. «Recibimos cientos de solicitudes iniciales, desde diferentes unidades, pero se queda fuera una gran parte». Tener carné de conducir, idiomas o no haber cumplido los 30 años cuentan a favor. Después «hay gente que viene a ver si suena la flauta, que no sabe qué es esto. Algunos creen que, nada más llegar, les vamos a dar la boina y se van a convertir en Rambo», ríe García.

Las dos semanas de «formación y selección» de estos militares de élite incluyen desde exámenes psicológicos de 300 preguntas, enfocados a «detectar patologías» -¿oyes voces que te piden matar a un compañero?, plantea el cuestionario-, hasta una interminable retahíla de pruebas físicas. Flexiones, abdominales, rappel, buceo, apnea durante 40 segundos, o una ascensión al Maigmó, a 1.200 metros, con una mochila de diez kilos a la espalda y pendientes de hasta el 20%, que hay que completar en menos de cuatro horas. «Es dura de cojones», habla en plata Javier, un capitán de los Boinas Verdes curtido en unas cuantas batallas que ya lleva tres años como instructor jefe: «Estos ejercicios nos valen para realizar una buena criba. Quien no llegue a la marca mínima, a casa», sentencia.

Al día siguiente toca carrera con tiro. Seis kilómetros por el monte con la solana en el cogote, con botas y uniforme, y cargando un viejo Cetme de casi 5 kilos, para disparar en la meta a un objetivo a cien metros con el fusil de asalto G36. Estas son las pruebas más asequibles. «Lo que queremos es que, cuando nuestros hombres pisen una mina con su vehículo y se queden tirados en medio del desierto, no se queden esperando a que pase un helicóptero a recogerles. Que tomen la decisión más inteligente y, si tienen que volver a la base andando, atravesando un territorio hostil y rodeados de enemigos, sean los más cualificados para hacerlo», subraya García.

Por eso, a los 54 soldados con mejores calificaciones les queda poco tiempo para celebraciones. Tras superar un examen de paracaidismo, los elegidos empiezan una nueva fase de selección este mismo mes, un curso de otros cuatro meses de duración (o nueve, en el caso de los mandos) en el que «sobrevive el que se adapta», resume Javier. Los peores días, hasta dos semanas, llegan poco antes de Navidad. En la jerga del Ejército se conoce como endurecimiento. «Es el infierno», define el capitán. «Uno de los peores momentos que recuerdo como militar», se sincera. «Una noche de invierno, por la montaña, cargando durante horas una ametralladora que pesaba como un muerto, calado hasta los huesos y con los pies helados. No habíamos dormido, no habíamos comido. Solo quería meterme en un agujero y que todo se acabara», relata. «El día y la noche solo se diferencian porque el sol y la luna están en el cielo», lo que quiere decir que a las dos o a las tres de la mañana -por ejemplo- toca diana para tirarse a la montaña a correr muchos kilómetros bajo la lluvia y a la vuelta espera una lata de sardinas, como mucho, y las correspondientes clases del curso. Tiro (de aquí salen los francotiradores del ejército), topografía, transmisiones, táctica, mecánica o informática avanzada, entre otras. Y cuidado con dormirse en el pupitre. Al día siguiente, más de lo mismo. O mucho peor. «Se trata de buscar el límite de los soldados», explica el #capitán.

Tampoco son fáciles los días de supervivencia. A los aspirantes se les abandona en el monte con lo puesto. Y a sobrevivir. «No son Astérix ni Obélix. Aquí no vienen con jabalíes para comérselos en la cena. Pasan muchísima hambre. Se han registrado verdaderas experiencias místicas», sonríe el instructor jefe.

- ¿A qué se refiere?

- Bueno, aspirantes que lo pasan tan mal que esos días comulgan con la tierra y el cielo, se olvidan de lo mundano y solo piensan en lo trascendente. Muchos se rinden. Pero el verdadero guerrero es el que se cae y se vuelve a levantar.

No se trata «de putear gratuita y arbitrariamente». Ni siquiera en la prueba del prisionero, que hace años levantó una buena polvareda por la violencia física que incluían los ejercicios, pero que ahora están «regulados por la OTAN». Para experimentar el estrés de un prisionero de guerra, a los soldados se les aísla, se les encapucha, se les pone música árabe... Y, si quieren hacer sus necesidades, se les ofrece un cubo. Poca bebida y menos comida. «Nada inhumano, ¿eh? Sin violencia alguna, por supuesto», rebaja el capitán. «¡No quisieran ser prisioneros del Estado Islámico!». Simplemente, «no podemos permitirnos que nuestra gente entre en pánico en plena misión. Ese pánico tiene que estar superado de antemano». Por eso estas pruebas convierten a los boinas verdes en «los más duros del Ejército». El capitán no lo esconde: «Apunta, apunta, que no se te olvide: están los guerrilleros, y luego está el resto».

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