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Joaquín Barraquer, en su despacho.
«Mi padre me pidió que transplantara sus córneas a dos pacientes»

«Mi padre me pidió que transplantara sus córneas a dos pacientes»

Carismático y jovial, Joaquín Barraquer hizo su primera intervención con 13 años. A los 88 sigue operando tres días a la semana

césar coca

Jueves, 2 de abril 2015, 11:13

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Recorre Joaquín Barraquer (Barcelona 1927) los pasillos del centro oftalmológico que fundó su padre y no para de saludar a los empleados, lo mismo médicos que administrativos o recepcionistas. Con todos habla, a todos llama por su nombre. Con ellos comparte la vida cotidiana porque en este mismo edificio está su vivienda y con frecuencia pasan muchos días sin que pise la calle. Este hombre que viste de blanco inmaculado de los pies a la cabeza y luce una sonrisa permanente tiene una actividad insólita para haber cumplido ya 88 años. Pero al tiempo disfruta de los viajes y de otros placeres refinados, aunque no parece sentir por los coches la misma afición que su progenitor, que tuvo una de las mejores colecciones automovilísticas de Europa. "Mi coche es este ascensor", explica mientras se sube a uno que le lleva directamente del cuarto de baño de su casa al despacho. Allí, las paredes están cubiertas de fotografías -no parece que sea posible colocar una más- que son un resumen de su biografía. Las imágenes de personalidades de todo el mundo que han pasado por sus manos se mezclan con recuerdos de congresos, viajes, sus artistas favoritos -Plácido Domingo está por doquier, pero las protagonistas absolutas son la violinista Anne-Sophie Mutter y la soprano Anna Netrebko, que aparece con el profesor y en solitario más de media docena de veces- y el recuerdo de un día que entró en una marisquería de Galicia y se comió kilo y medio de percebes. A un lado, una enorme pantalla que solo usa para contemplar las fotografías que lleva a los congresos, y enfrente, otra más pequeña que recoge las imágenes de unas cámaras que apuntan hacia los pasillos que conducen a su despacho.

-¿Qué hace un día de actividad normal, en qué ocupa su tiempo?

-Dos días a la semana, lunes y miércoles, opero por la mañana, y los jueves, por la tarde. Cuatro o cinco intervenciones cada día. Los viernes los empleo en preparar intervenciones en congresos, estudiar algunos temas, recibir a gente. El resto del tiempo, visito a los pacientes a los que voy a operar o ya he operado. Eso sí, todos los días como en casa, en pijama. Luego, me echo una siesta de pijama y orinal, como decía Cela. Después me ducho y, según el día, opero o estoy con los pacientes. También nado un rato en la piscina que hay aquí mismo, en el edificio. Termino el día viendo papeles, escribiendo cartas y escuchando música.

-Así que muchos días no sale de este edificio.

-Así es. A veces pasan dos semanas sin que salga a la calle. Incluso escucho misa aquí mismo los sábados por la tarde, en la capilla. Antes había monjas en la clínica, que me llamaban Joaquinito. He salido ganando: ahora las enfermeras me llaman don Joaquín.

-¿No tiene aficiones que le obliguen a salir, al margen de que tenga que hacerlo por razones profesionales?

-Sí, salgo de vez en cuando al Liceo, el Palau o el Auditori, y a jugar al golf. Juego porque es una manera de caminar y disfrutar. Si no disfrutara, a los diez minutos me aburriría de caminar.

-Hijo y nieto de oftalmólogos, ¿alguna vez pensó dedicarse a otra cosa?

-Hubo un tiempo en que me gustaban mucho la ingeniería y la arquitectura. Me venía de mi padre, a quien le entusiasmaba la mecánica. Se notaba especialmente en los coches, estaba siempre haciendo cosas en ellos y mirando los motores. Una vez, en pleno desierto, fue capaz de cambiar una junta de culata. Solía decir que en realidad él era un mecánico de coches con licencia para operar de los ojos.

-Los coches eran su gran afición, pero también le gustaba tener en casa animales exóticos.

-Sí, dos chimpancés: la hembra, que era mayor, se llamaba Yoko, y el macho, Pancho. Tenía que ver qué escenas de cortejo había. La hembra asediaba al macho.

-Mucho antes de entrar en la Facultad, usted acompañaba a su padre a las visitas y operó por primera vez con 13 años. Si lo hace ahora, tiene una demanda millonaria.

-Yo ayudaba a mi padre, como dice. Pero hay que explicar una circunstancia especial. Un día, me contó que debía quitar un ojo a un paciente porque tenía un cáncer detrás. En ese ojo, a su vez, había una catarata. Lo que yo hice fue quitarle la catarata, a sabiendas de que si no salía bien no pasaba nada... Cuando acabé, mi padre me dijo que era una pena que tuviera que quitarle el ojo, porque la operación había salido muy bien.

Los ojos de su padre

Cataratas. Las hay a miles en el laboratorio de la clínica, situado en la misma planta de su despacho. Llenan tres grandes frascos situados en un anaquel en lo alto de la pared. Explica entonces Barraquer que algunos de esos restos tienen muchos años. "Son de la época en que se extraían completas, ahora ya no se hace así", comenta caminando entre las mesas de los empleados del laboratorio. "No hay una clínica oftalmologica que tenga algo igual", dice con orgullo, y luego muestra un pequeño frasco de cristal donde se guardan los ojos de su padre.

-Alguna vez ha dicho que uno de los peores momentos de su vida fue cuando, muy poco después de morir, le extrajo las córneas y las trasplantó a dos pacientes. ¿No lo podía haber hecho uno de sus colaboradores?

-Él me dijo que, si los ojos eran útiles, hiciera el trasplante. La historia de mi padre es curiosa. De vez en cuando sufría una especie de espasmo intestinal de tipo nervioso, pero no le gustaba nada ir al médico. Una vez, justo cuando yo acababa de llegar de Egipto, sufrió uno de esos espasmos y se repitió poco después. Casi le obligamos a hacerse una radiografía y vimos que podía tener un cáncer de hígado, por la dimensión que había adquirido el órgano.

-¿Y qué hicieron?

-Decidí que, a su edad, lo mejor era tratarlo con analgésicos y pastillas para que durmiera, y se puso tan bien que en la familia llegaron a pensar que no tenía cáncer.

-Pero no fue así.

-No. Al cabo de un año, murió. Fue como a las cinco y media de la mañana, y a las seis y cuarto yo estaba haciendo la intervención de extirparle los ojos para ver si estaban en buen estado y luego extraer la córnea. Teníamos aquí dos pacientes sin recursos a los que se las colocamos. A las cinco y media de la tarde ya las tenían. Una fue para un maestro tunecino y la otra para una señora de Toledo. No hubo problema alguno de rechazo. La señora luego tuvo problemas en el otro ojo y le pusimos la córnea de un compañero de mi padre... Cuando murió, recuperamos las córneas.

-¿Usted donará sus ojos?

-Como fundador del Banco de Ojos, en 1962, soy donante. Cuatro años después formalicé por escrito mi voluntad. Mi familia lo sabe.

-Volvamos un momento a su juventud. ¿Cómo era la relación con sus profesores en la Facultad? Con su apellido, no pasaría inadvertido.

-Fue siempre buena. No tuve problema alguno.

-¿Y con los alumnos? ¿No había ningún recelo?

-También fue buena. Nunca me gustó jugar al fútbol, así que unos cuantos que estábamos en esa situación nos reuníamos a hacer otras cosas, como comprar elementos para montar aparatos de radio, por ejemplo.

-Cuando la clínica oftalmológica más célebre del país la ha fundado el padre, ¿puede más la facilidad para definir el futuro que se desea o el hecho de que el listón esté muy alto?

-El listón estaba muy alto, sí. Mi padre había fundado la clínica y mi abuelo había sido el primer catedrático de Oftalmología de la Universidad. Pero por otro lado todo era más fácil: hasta me pusieron un instructor para que me entrenara para hablar en público, porque en los exámenes escritos sacaba sobresalientes y en los orales, no. Y tenía material de estudio, un laboratorio... Aunque perfectamente pudo haber sucedido que no existiera nada de esto.

-¿Por qué?

-Durante la Guerra Civil, un día unos milicianos fueron a buscar a mi padre mientras estaba pasando consulta en el hospital de San Pablo, para darle el paseo. Alguien le avisó y entonces él huyó por una galería, hasta el depósito de cadáveres. Allí se desnudó y se mezcló con los cuerpos. Así se libró de la muerte. Al día siguiente, gracias a que era amigo del coronel Sandino, el jefe de la aviación republicana en Barcelona, pudimos escapar todos prácticamente con lo puesto.

-¿Cómo fue ese exilio?

-Recuerdo que a mí me llamaba la atención que llevábamos la caja de la máquina fotográfica que teníamos y me preguntaba para qué nos íbamos con aquello. Allí habían metido mis padres algunas cosas, como unas joyas, con las que pudimos tirar seis meses. Nos fuimos a Francia y de allí a una casa de las monjas cerca de Roma. No había calefacción y en invierno hacía tanto frío que sufríamos continuas bronconeumonías. Mi padre empezó a operar en París y como la situación económica mejoró nos llevó a Suiza, para curar los pulmones.

La mirada

Con un puntero de láser del que emana un rayo azul va indicando algunas de las fotos que ilustran el relato de su vida. Los recuerdos fluyen: la institutriz que quería enseñarle francés antes que castellano y catalán, los juegos con los animales que tenía en casa su padre, el jardinero al que ayudaba en la poda y que, ingenuo, pensaba que los enfrentamientos en Barcelona antes de la caída de la ciudad en manos de Franco provocarían el regreso del rey Alfonso XIII. La gran mayoría de las imágenes de la etapa adulta están relacionadas con su profesión. La música es el segundo asunto en importancia, aunque donde en verdad reina es en el enorme salón de su casa. Allí tiene el que califica de "mejor equipo del mundo". Puede que no sea una exageración: junto a un sillón reclinable hay una torre de reproductores, 17 preamplificadores, numerosos altavoces de gran tamaño y una pantalla táctil donde puede elegir entre miles de interpretaciones históricas digitalizadas a partir de los masters de los propios sellos discográficos, un regalo de uno de sus pacientes. Las paredes del salón están cubiertas por una cantidad difícilmente medible de discos compactos. Suena Vivaldi a un volumen propio de una discoteca en un polígono industrial y Barraquer toma la batuta y dirige.

-¿Tiene la impresión de que se ha perdido algo, de que le habría gustado hacer alguna cosa que quizá ya no pueda realizar

-No la tengo. Es importante estar contento y satisfecho con lo que se hace. Mire, si hay una urgencia en la clínica a las cinco de la mañana, me levanto y bajo al quirófano. Tengo más de 300 empleados y todos me quieren. Me dicen que me cuide, para que dure mucho.

-¿Ha dispuesto de tiempo para otras aficiones?

-Me gustan mucho el cine y el teatro. Ahora veo muchas películas en DVD, tendré más de mil. Pero lo que más hago es escuchar música. En agosto, como todos los años, iré al festival de Salzburgo. Tengo ya programadas todas las funciones que voy a ver (enseña un planing plastificado con todos los datos de día, hora, orquesta, obras, solistas, director, etc.). Suelo llevarme a la familia y a algunos de mis colaboradores con sus parejas: están allí cuatro o cinco días y luego llegan otros.

-¿Qué ve cuando mira a alguien a los ojos?

-La forma de mirarte es clave para saber si confían en ti, si están a gusto contigo. Cuando examinas un ojo, ya como profesional, hay que mirar de otra manera.

-¿Cuáles son los ojos más bellos que ha visto nunca, dentro y fuera de la consulta?

-Lo importante no son los ojos, sino la mirada. Y la más hermosa es la de mi mujer.

Curar, aliviar, consolar

Y muestra la foto de la esposa, situada no lejos de una composición en la que aparece una "novia sueca" que ya había irrumpido antes en la conversación. No hay nostalgia de la juventud perdida sino el relato divertido de una experiencia que en aquel momento llenó su vida. "Había venido aquí a estudiar y un tiempo vivió en Valencia. Se alojaba en una pensión", dice apuntando con el láser a una muchacha que toma el sol en una playa en la que su sola presencia debió de causar sensación. "Yo iba allí a verla y me alojaba también en la misma pensión. Pero ya sabe cómo eran aquellos tiempos: de sexo, nada. Eso sí, en la playa nos dábamos unos magreos tremendos".

-¿Qué le pide a la vida?

-Seguir como ahora. Poder trabajar, operar... Ya es bastante que lo sigua haciendo con 88 años, porque mi padre dejó el quirófano a los 75 y mi hermano, a los 78. Y si un día pierdo la capacidad de operar, poder seguir escribiendo mis libros, formando a los jóvenes, charlando...

-Es un miembro prominente de una célebre familia de oftalmólogos. ¿Cómo le gustaría ser recordado?

-Como un médico oftalmólogo que lo que más le ha preocupado ha sido curar, aliviar o al menos consolar a los pacientes. Y hacerlo con cariño, para que tengan paz, serenidad y amor.

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