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San Martín (segundo por la izquierda, segunda fila desde abajo), y Peñaranda, a la izquierda de la fotografía, de pie, en la entrega de diplomas del curso de Descriptación del Alto Estado Mayor. En la otra fotografía, partidillo de fútbol en unas jornadas de formación de la CONDE.
Los espías de Franco

Los espías de Franco

No tenían «licencia para matar», usaban teléfonos portátiles del tamaño de una caja de zapatos y se disfrazaban «de lagarterana si hacía falta». Los ‘chicos de Carrero’, los primeros agentes de los servicios secretos, no pudieron evitar el magnicidio del almirante

daniel vidal

Viernes, 27 de febrero 2015, 19:33

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Eran tiempos de agentes infiltrados en la universidad y en la política, de control religioso y cultural, de represión sindical y de mucho contacto con los servicios de inteligencia de EE UU. El nuevo Plan Udaberri (primavera en euskera) luchaba contra el separatismo vasco y la creciente actividad terrorista, que ya se había cobrado la vida del policía Melitón Manzanas en 1968. En la primavera de 1973, varios informadores de los espías españoles habían advertido de la intención de ETA de actuar contra una alta personalidad del Estado «o alguna de sus mujeres», revela Juan María de Peñaranda (Palencia, 1933), general del Ejército de Tierra en la reserva y hombre fuerte de los servicios secretos durante dos décadas.

Con los informes en la mano, el teniente coronel José Ignacio San Martín, entonces director del Servicio Central de Documentación (SECED) -origen del CESID y el CNI-, se presentó en el despacho del presidente del gobierno, Luis Carrero Blanco, y le informó con claridad de tan delicada situación. El almirante sólo contaba con una escolta y prácticamente no tomaba medidas de seguridad.

-Señor, le hemos puesto un servicio extraordinario de vigilancia -confesó San Martín-.

-Pues que me retiren esa vigilancia, no la necesito -espetó Carrero-. Estoy en manos de Dios y será lo que Dios quiera.

Unos meses más tarde, el 20 de diciembre de 1973, ETA asesinaba al presidente del gobierno con cien kilos de Goma 2. La explosión fue tan violenta que el Dodge Dart 3700 del militar llamado a suceder a Francisco Franco voló hasta el tejado y después cayó al patio de la iglesia de San Franciso de Borja, donde Carrero había escuchado misa unos minutos antes. A San Martín, el magnicidio le pilló renovando el DNI. «Sí, se puede considerar el primer gran fracaso de los servicios de inteligencia españoles. No se supo y no se pudo evitar, a pesar de todo», admite Juan María de Peñaranda, que acaba de publicar el libro Los servicios secretos de Carrero. Los orígenes del CNI (Espasa). «Por aquel entonces, ciertamente, había otras preocupaciones más importantes». La misma mañana del atentado se celebraba el juicio contra los líderes sindicales de Comisiones Obreras, encabezados por Marcelino Camacho. Franco estaba enfermo. El Régimen llegaba a su fin.

Ocho apellidos vascos

Los avanzados conocimientos tecnológicos que había adquirido el joven Peñaranda en unos cursos ofrecidos por IBM, el gigante mundial de la informática, fueron la mejor carta de presentación en la Tercera Sección del Alto Estado Mayor, allá por 1962. Un organismo de las Fuerzas Armadas que nació tras la Guerra Civil y se extinguió en 1977, pero que está considerado el embrión de los servicios secretos. El término inteligencia no se emplearía en el Alto Estado Mayor hasta 1976, aunque Felipe II ya se refería a sus espías como «mis reales inteligencias». En plena posguerra, la Tercera Sección tenía varios cometidos, pero uno de los más importantes era obtener información sobre los exiliados republicanos, así como «enfrentarse dentro y fuera de España» a sus colegas extranjeros, según la orden firmada por el Caudillo en 1944.

Allí, en las salas de criptografía y telecomunicaciones, «en habitaciones ocupadas por ordenadores que ahora caben en la palma de la mano», describe Peñaranda, el joven capitán se forjó como espía. «El término me da risa», se sincera. «No tengo esas dotes intelectuales ni de persuasión. Otros sí tenían que disfrazarse de estudiante, de cura o de lagarterana, si hacía falta, para llevar a buen término las misiones», relata elocuente el militar, que recuerda con claridad a un compañero infiltrado en la cúpula de ETA que tenía «hasta ocho apellidos vascos, como en la película». En el libro también se relata el caso de un paracaidista que logró infiltrarse en el KGB con algún que otro empujoncito de la CIA o las secretísimas reuniones que mantenía la Tercera Sección con un informador del Vaticano, celebradas en un convento de monjas a las afueras de Madrid.

Peñaranda era uno de los oficiales más visibles de los servicios secretos. Uno de los chicos de Carrero, como les llamaban los generales más veteranos, encargados de asistir a cara descubierta a reuniones de alto nivel donde, más de una vez, se ponía en juego el futuro de España. «Como aquella en la que me tuve que entrevistar con un pez gordo para recabar información sobre la devaluación de la peseta y el buen hombre vio la lucecita de la grabadora que ocultaba en el bolsillo superior de mi chaqueta. Me preguntó qué era eso. Ni siquiera me descubrían cuando tenían que darle la vuelta a la cinta... Reaccioné muy bien. Se dio cuenta de que le estaba grabando, así que le dije que lo hacía para ser meticuloso con lo que transcribía en mis informes. Acabó felicitándome», cuenta entre risas. «Nuestra dedicación era full time. Mis hijos decían que su padre era un señor al que veían los domingos». Y a veces ni eso. El servicio a la patria era lo primero y en ocasiones había que cazar objetivos al otro lado de los Pirineos en fiestas de guardar. «Cazar... pero con la cámara de fotos», aclara.

-¿En el servicio tenían licencia para matar? ¿Carta blanca?

-No, imposible. Otra cosa es que los grupos operativos especiales se vieran en situaciones difíciles, situaciones de guerra, y tuvieran que reaccionar para salvar la vida.

Con un sueldo de 3.000 pesetas mensuales del Ejército, más un complemento que rondaba las 1.500 por las horas extra, Peñaranda y sus colegas también tuvieron que asistir, de cuando en cuando, a diferentes cursos de formación de la CONDE (creada para combatir las revueltas en el ámbito universitario), la Organización Contrasubversiva Nacional (OCN) o el propio SECED. La Academia Forja era uno de los centros en los que se preparaban auténticos «monjes-soldados» con un perfil muy determinado: católicos prácticantes con indudable espíritu militar, «interés por la lectura y la cultura, orientación política joseantoniana, antimonárquicos y con afán por estar en primera fila, disponibles para cualquier misión a favor de España», detalla Juan María de Peñaranda, alias Pereña. Por supuesto, a la mayoría se les obligaba a comprar y a devorar una buena selección de obras marxistas. Había que conocer al enemigo.

Virguerías tecnológicas

Cuando San Martín presentó su cese, poco después del magnicidio de Carrero Blanco, el SECED, que había empezado a funcionar en un piso franco de la Casa de Campo, contaba con unos 200 hombres «de diferentes especialidades» y con un buen arsenal de cacharros tecnológicos de última generación: «Teléfonos portátiles que tenían el tamaño de una caja de zapatos o grabadoras del tamaño de un paquete de tabaco, como la mía. Auténticas virguerías», se emociona Peñaranda. De los servicios secretos extranjeros también llegaba algún regalito, como las cámaras de fotos que se activaban al paso del objetivo o rifles que en realidad eran micrófonos de larguísimo alcance. Por supuesto, siempre en manos de militares que eran de máxima confianza para los asuntos delicados de Estado. Hoy la mitad del personal del CNI, que en la actualidad cuenta con 3.500 trabajadores, ya es civil. «El servicio perdurará. Nadie va a ser tan estúpido de prescindir de semejante instrumento», acertó el ministro López-Bravo.

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