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Una familia sin límites

Una familia sin límites

Jeane y Paul Briggs tienen cinco hijos biológicos y han adoptado a otros 29, muchos de ellos con problemas. Se mueven en microbuses y gastan 800 euros semanales en comida, pero lo dan todo por bien empleado: «Nuestra vida está llena de risas»

CARLOS BENITO

Sábado, 31 de enero 2015, 20:42

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Jeane y Paul se conocieron de chavales, en un campamento cristiano y ya entonces se hicieron tilín. Pocos años después, cuando llegó su primera cita romántica, Jeane decidió poner a prueba al desprevenido Paul: eligió un día en el que tenía un trabajillo como canguro y se lo llevó con ella, para comprobar así, con hechos y no sólo con palabras, si a ese jovencito le gustaban de verdad los niños. «Aprobó el examen y el resto es historia», se ríe hoy Jeane.

En los 38 años que llevan casados, aquella buena disposición a estar rodeado de críos ha quedado más que demostrada. El matrimonio Briggs ha tenido cinco hijos biológicos, que ya bastarían para hacerles familia numerosa, pero a ellos se han ido sumando más y más niños adoptados, traídos desde Rusia, desde Ucrania, desde Bulgaria, desde Ghana, desde México. Ahora mismo son 29, lo que eleva el cómputo total de su descendencia a 34. Se trata de un recuento provisional, ya que están pendientes de completar los trámites de adopción de Kofi y David, dos pequeñuelos ghaneses con graves problemas físicos: Kofi prácticamente carece de extremidades, mientras que a David le faltan los pies.

  • Segundas oportunidades

  • El blog | Jeane Briggs mantiene desde hace ocho años un blog (www.blessedbyachild. blogspot.com) en el que cuenta detalles de su vida y va colgando fotos de su día a día.

  • Las normas | Los Briggs tienen colgados en casa dos carteles con unas cuantas normas esenciales para la convivencia, como amaos los unos a los otros, en esta casa damos segundas oportunidades o aquí pedimos perdón. También comparten un lema que viene a decir todo esto porque dos personas se enamoraron.

  • 26 personas siguen viviendo actualmente en casa de los Briggs, ya que varios de los hijos mayores se han ido emancipando. El mayor de los hijos que continúan allí es Abraham, el primero que adoptaron, que tiene 32 años.

Porque Jeane y Paul han construido su descomunal familia con niños de esos que, en teoría, nadie quiere. Son criaturas que conocieron desde muy pronto el dolor y la desventura, rescatadas de orfanatos que parecían su único futuro. El primero fue Abraham, un mexicano de 2 años, ciego, con daño cerebral a causa de una paliza salvaje. Tres décadas después, se ha convertido en un músico dotado, que toca el órgano en la parroquia y suele amenizar bodas y fiestas. A partir de ahí fueron llegando nuevos hermanos como Jacob, con escoliosis severa y complicaciones respiratorias; Mya, con displasia y una pierna paralizada; Luke, con un ventrículo agujereado, labio leporino y las piernas hechas un desastre; Jonas, un niño de la calle que había perdido un ojo a causa del cáncer... A las disfunciones físicas se suelen sumar heridas de otro tipo: muchos son auténticos expertos en maltrato, que primero padecieron el alcoholismo y la drogadicción de sus padres biológicos y, después, las burlas crueles de sus compañeros de institución.

«Somos cristianos fervientes y creemos que Dios nos ha llamado a amar a los huérfanos», explica Jeane a este periódico desde su hogar de Virginia Occidental, en el este de Estados Unidos. El resultado de esta vocación es una vida «intensa y loca», repleta de complicaciones cotidianas. La casa donde residen los Briggs se ha sometido a sucesivas ampliaciones hasta alcanzar sus dimensiones actuales, con nueve dormitorios y cinco cuartos de baño, además de dos piscinas que enajenan a los niños recién llegados de algún oscuro orfanato. Pese a que varios de los mayores ya se han emancipado, la familia todavía tiene que desplazarse en dos microbuses y un monovolumen. Y, aunque tienen huerto, la lista de la compra es más propia de un colegio o de un cuartel: cada semana, incluye veintisiete kilos de manzanas, nueve de patatas y treinta y siete litros de leche, con una cuenta final que supera los 800 euros.

En una casa que ahora mismo acoge a 26 personas, la organización es una prioridad. En la cocina de los Briggs cuelga la tabla de tareas que confecciona mensualmente Paul con un programa informático. Es un apretado documento donde figuran cuarenta quehaceres distintos, con las personas que han de ocuparse de ellos cada semana: desde poner la mesa o preparar el desayuno de los diez más pequeños hasta cepillar a los dos perros o limpiar el garaje. «La parte más dura de la jornada es hacer la cena, porque a todo el mundo le gusta apalancarse en la cocina y suele abarrotarse. Además, los niños tienen hambre y dan más guerra que en otros momentos del día. Acaba saliendo, pero con mucho ruido», suspira Jeane, que después de tantos años es una experta en eso de gestionar multitudes. Por ejemplo, cada día se hacen seis o siete coladas en las dos lavadoras de la casa: según el turno semanal, uno de los hijos es el encargado de alimentar las máquinas y a otros tres o cuatro se les asigna doblar después la ropa. «Las cosas funcionan bastante bien aunque yo falte. Todavía tenemos en casa a diez miembros de la familia que tienen 18 años o más -aclara la madre-. Además, siempre podemos contar con nuestra hija Mary Kate y su marido, que viven cuatro casas más abajo». Mary Kate es la segunda más joven de los biológicos y acaba de adoptar a otros dos bebés de Ghana, cuya madre murió de sida.

120 operaciones

Las necesidades especiales de los niños salpican de obstáculos añadidos el día a día. En los últimos doce años, los hijos adoptivos de los Briggs han sido sometidos a más de 120 intervenciones quirúrgicas, y las consultas médicas, los análisis y las pruebas son una constante en su calendario. Esta pequeña sociedad de apariencia ingobernable, que en cambio parece funcionar como una seda, se completa con una vertiente inesperada: Jeane Briggs, graduada en educación infantil, practica el homeschooling, es decir, educa a sus hijos en casa. Durante buena parte del día, hay una zona que se transforma en colegio, con sus cinco ordenadores, sus mapas por todas partes -a los niños Briggs, tan alejados de sus raíces, les entusiasma particularmente la geografía- y sus experimentos de ciencias.

También ella aprende de los pequeños: «Yo diría que las dos cosas que me han enseñado mis hijos son la perseverancia y la capacidad de sobreponerme a las cosas. Además, tienen una habilidad maravillosa para enderezar nuestra relación cuando se meten en problemas. De mis hijos he aprendido a superar las cosas más rápido y con más facilidad: la vida es demasiado corta para atascarse en los momentos oscuros», explica Jeane, que encuentra en sus hijos una fuente continua de satisfacciones: «Me hacen reír a diario. Nuestra vida está llena de risas». También caerá alguna lágrima de vez en cuando, ¿no? «Sí, esta misma noche he llorado al ver a uno de mis hijos, de casi 18 años, esforzándose por expresarse de manera adecuada. Deseo con todas mis fuerzas que guste a sus compañeros e incluso, algún día, a una chica. Es un chaval maravilloso y sensible, pero no es muy popular a causa de sus necesidades especiales».

La ayuda de la empresa

La familia Briggs es sostenible graias al empleo de Paul, que tiene un puesto muy bueno en First Data, una firma dedicada al comercio electrónico y el procesamiento de pagos con tarjeta. El sueldo se les va entero, y eso que suelen evitar gastos como el de salir a una hamburguesería, un capricho -y una aparatosa expedición- que les saldría por unos doscientos euros. Se benefician, además, de que la empresa da a sus empleados 10.000 dólares (unos 8.600 euros) cada vez que adoptan un niño, lo que permite cubrir el desembolso inicial que implica recoger a los pequeños en países tan lejanos. Seguro que, al establecer esa ayuda, a nadie en First Data se le ocurrió que uno de sus empleados iba a acabar adoptando 29 veces.

O más bien 31, porque los Briggs esperan hacerse cargo cuanto antes de Kofi y David. Lejos de celos y miedos, los niños encuentran en la incorporación de nuevos hermanos un motivo de fiesta, y afrontan las discapacidades de los recién llegados con naturalidad y excelente humor. «En mi último cumpleaños -relata Jeane-, mis hijos me organizaron una fiesta y la hicieron a modo de baby shower. Cogieron unos muñecos negros que tenemos en casa y les envolvieron los brazos y las piernas con cinta adhesiva, para representar las extremidades que les faltan a nuestros bebés, y después llenaron la mesa de biberones, pañales, sonajeros, chupetes y demás. Lo cierto es que fue una fiesta perfecta para una mamá que adora a sus hijos».

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