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El estudio de Javier Calvo

El estudio de Javier Calvo

La riqueza cromática que define la obra del artista se aprecia también en su entorno. A los cuadros que cuelgan por todas partes se unen las luces rojas y azules del techo, elegidas para emular la iluminación natural

ELENA MELÉNDEZ

Lunes, 3 de abril 2017, 23:45

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El estudio del artista Javier Calvo se encuentra en una planta baja de un edificio con historia emplazado en el barrio de Ruzafa. El techo del portal está decorado con cerámica y artesonado en madera, mientras que en el suelo se aprecian las marcas de paso por las que antiguamente circulaban los carros. Cuando abre la puerta nos encontramos con la casa a oscuras y el espacio plagado de velas. «Hace una hora se ha ido la luz en todo el barrio, esperemos que vuelva para las fotos», aclara. Javier nos recibe enfundado en bata de trabajo, con una sonrisa franca y un discurso vivo en el que salta de una historia a otra con la inquietud que genera la curiosidad permanente. Allí comparte espacio con Nepal, una perrita Shih Tzu que nos observa desde unos ojos tiernos que Javier define como «dos aceitunas negras».

Vuelve la luz y al poco se marcha de nuevo. Javier pronuncia un espontáneo «¡merde!», vestigio de los más de diez años que vivió en París y Aviñón. Al poco regresa la electricidad ya para quedarse. Cuenta que el edificio data de 1929 y que no se sabe muy bien si es de Goerlich o de Mora. «Lo compré hace veinte años, lo reformé todo e hice tres bloques temáticos que comprenden almacén, estudio y zona de estar. En ella tengo una cocina y unos sofás que se hacen cama por si me quedo a dormir o tengo invitados».

Estudió Bellas Artes y durante muchos años estuvo vinculado a la moda, como director del departamento del ramo de la Escuela Superior de Diseño, donde daba clases de Estética y Coolhunter. Su primer mural lo pintó en el Cine Malvarrosa, del que su padre era dueño. Cuando se decidió a montar un estudio en Valencia buscó en el campo, porque le gustan mucho las plantas. «Me quedé con esto por la terraza, tengo un montón de macetas, es como un pequeño vergel. La madera de mobila de las ventanas es la original». Cuando la encontró se hallaba hecha polvo. Habían sido oficinas y tenía muchísimas humedades. «Estuve un año de reformas y cada dos he de pintar. Hay un par de puertas que dan a la calle y no uso porque necesito tranquilidad para poder trabajar».

Las luces que penden del techo combinan el rojo y el azul para emular la iluminación natural. Su color fetiche es el rojo carruaje, con él pinta muchos de los lomos de los cuadros y algunos de los elementos de la casa. De las paredes penden obras de Chillida, Tàpies, Teixidor, Carmen Calvo, Heras y pinturas suyas de los setenta. Le sigo y me señala una silla naranja de Agatha Ruiz de la Prada, así como una serie de máscaras traídas de África, Yemen, India, Birmania, México o Perú. «Estuve mes y medio en Yemen, el país que más me ha gustado. Recuerdo que íbamos con soldados con Kaláshnikov al lado pero vi los paisajes más impresionantes que he contemplado en mi vida». De Senegal se trajo un bonsái baobab de verdad metido en una mochila y también semillas. «No me gusta el turismo de lujo, me gusta vivir los países desde dentro».

La zona de estudio está ocupada al completo por los cuadros que ha preparado para la exposición que inaugura el próximo jueves en la Galería Cuatro. «Estoy trabajando sobre el abismo. Son obras caleidoscópicas. He trabajado siempre con la línea recta. Para mí es importante el blanco, un color metafísico, todos los colores a la vez», asegura. Del barrio le gustan las casas de comidas preparadas que tiene cerca y el vecindario. «No me atrae cocinar, así que voy a diario. Además, tengo mucha relación con los artistas de la zona. Cada dos años hacemos Ruzafa Art y todos abrimos las puertas de nuestros estudios. Es espectacular».

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