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Julio Gómez-Perretta: «Mi padre fue un Julio Verne que no paraba de imaginar cómo mejorar Valencia»

El ministerio encargó a Claudio Gómez-Perretta la ‘operación barro’ para socorrer a quienes perdieron su hogar en la riada. A Julio, un niño entonces, aún le sobrecoge el recuerdo de «esa marea gris, el cielo plomizo, los animales muertos bajando por el río...

maria josé carchano

Valencia

Jueves, 26 de octubre 2017, 14:32

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Julio Gómez-Perretta baja de su coche cargado de álbumes y carpetas, donde ha recopilado décadas de la trayectoria de su padre, Claudio, aquel ingeniero segoviano que desde que llegó a Valencia en los años cincuenta proyectó las infraestructuras que han conformado la ciudad que hoy conocemos. Suyo es el desvío del cauce del Turia, también la V-30, la pista de Silla o el by-pass y, ya jubilado, fue igualmente él quien dio la solución para que la A-3 y el AVE llegaran a Valencia. «Mi padre me mandó ir a hablar con Bono para que el AVE pasara por Cuenca y acabar con el conflicto. La idea fue suya». Toda una trayectoria que sólo acabó al fallecer a los 91 años. «Diez días antes de morir, su último aliento fue para hablar del proyecto que teníamos entre manos», cuenta su hijo. Tiene este arquitecto de formación una pasión y un entusiasmo contenidos, fruto quizás de las raíces segovianas, aunque al hablar de su padre no pueda evitar que los ojos se le enrojezcan. Pero Julio Gómez-Perretta no es solamente el ‘hijo de’; su carrera profesional ha sido muy exitosa. Denominado por los compañeros como el arquitecto del hormigón, suya es, por ejemplo, la torre de Francia. Llega vestido de manera informal -«mi mujer me ha pedido que me ponga, al menos, algo azul»-, porque lo de la elegancia no tiene que ver con la ropa que uno lleva. Al menos en su caso.

-Le confieso que poco antes de morir su padre le pedí una entrevista. Ya estaba muy mayor y no quiso, pero es que Valencia le debe mucho.

-Y a pesar de ello, de todo lo que hizo, fue siempre un insatisfecho, como persona creativa que era. Cuando se vio en la decadencia de su vida, me llamó un día y me dijo: «El túnel submarino será mi testamento». En vez de ir a jugar a golf, o pasear, no paró de trabajar hasta el último día y me ha tenido a mí de escudero. Incluso estoy escribiendo una biografía en la que hablo de nuestra relación, sobre todo en los últimos años. Fue un Julio Verne que no paraba de imaginar cómo mejorar Valencia y sus comunicaciones. Era el leitmotiv de toda su vida.

-A pesar de que él no había nacido aquí y llegó ya de mayor, ¿verdad?

-Mi padre era segoviano, parte de la familia procedía de allí y la otra de Italia. Los Perretta trabajaban con los Borbones en Nápoles y con la llegada de Garibaldi se trasladaron al Palacio de la Granja, donde se encargaban del mantenimiento. De hecho, mi bisabuelo fue amigo de la Chata, hija de la reina Isabel II, y hay fotografías de ellos dos juntos. En una boda conoció a mi madre, que era valenciana, hija de médicos y tenía entonces quince años, e iniciaron una relación. Después de nacer yo en Palencia, que fue el primer destino de mi padre, el MOPU le envió a Valencia, donde estaba todo por hacer.

-Tuvo un papel importante durante la riada.

-Mi primer recuerdo se remonta precisamente a la madrugada de la primera oleada, porque nosotros vivíamos enfrente del río, en Jacinto Benavente, 18. Teníamos una tata que nos sacó al balcón y vimos toda esa marea gris, el cielo plomizo y los animales muertos bajando por el río. Fue algo sobrecogedor y aquella imagen no se me olvidará nunca. Luego mi padre me ha ido completando lo que ocurrió aquellos días porque le encargaron desde el ministerio dar soluciones a quienes se habían quedado sin casa y la ‘operación barro’. Desapareció unos diez días y volvió enfermo. Midiendo uno setenta y pico, se quedó con cuarenta y pocos quilos. El estrés, el no comer, el no dormir… Era un cadáver.

-Y ahí comenzó a pensar en esa gran obra que fue desviar el cauce del río.

-Recuerdo un día en que iba paseando por el jardín del Turia con mis hijas, todavía pequeñas. Me preguntaron dónde estaba el río. Yo les conté la historia del Plan Sur, que fue obra de su abuelo, y ellas se lo imaginaban sacando agua con una excavadora (ríe).

-Su padre desarrolló una actividad frenética, ya que estuvo al frente del urbanismo en Valencia. ¿Qué papel ejerció su madre?

-Ella era un bellezón, hija de una mujer que llegó a ser galardonada con el premio nacional de medicina (entonces denominado premio de Alfonso XIII). Mi abuela era un prodigio pero mi madre se casó muy pronto, crió seis hijos y ya no pudo hacer más, pese a que siempre tuve la sensación de que le habría gustado desarrollar una carrera profesional. Además, murió muy joven, con cincuenta y pocos años, y para mi padre quedarse viudo fue un golpe enormemente duro. Todos tenemos nuestro annus horribilis y para él fue ese.

-¿Le costó superarlo?

-Mucho. A ella le diagnosticaron un tumor cerebral y cuando al año murió, mi padre se quedó en la cama deprimido durante meses. Él, que siempre fue tan activo... No sabíamos que hacerle. Pero como si se tratara del barón de Münchausen, que dicen que salió de una ciénaga tirándose del pelo, se levantó y volvió a trabajar. Le coincidió además con un enfrentamiento que mantuvo con el entonces conseller de Obras Públicas, Eugenio Burriel, porque él siempre decía lo que pensaba y nunca se dejó presionar por los políticos. Aunque luego fueron muy amigos, en aquel momento le vetó un ascenso. Se convirtió en una persona incómoda. Aguantó durante dos o tres años y tras la jubilación comenzó en realidad su época más fértil.

«A mi madre le habría gustado desarrollar una carrera, pero se casó pronto y ya no pudo»

-¿Y a nivel personal?

-Con el tiempo tuvo una relación con una señora con la que ha estado muchos años, algo más joven que él, pero nunca llegaron a vivir juntos. Cuando llevaban ya algún tiempo, recuerdo que se iban de viaje y él siempre nos dejaba caer: «Yo estaré en la habitación 43 y ella en la 45». Imagínese, dándonos explicaciones a nosotros. Era muy pudoroso y, como buen segoviano, tremendamente emocional, pero en extremo contenido. Le daba vergüenza expresar sus sentimientos. Esta señora se portó muy bien con él y me alegro mucho, porque tuvo un final feliz.

-Usted ha sido quien ha intentado, como decía, conservar su legado, a pesar de que no quiso ser ingeniero y estudió Arquitectura.

-Tengo un recuerdo de pequeño vinculado a la iglesia de Xàbia, obra de Fernando García Ordóñez y mi padre. Me llevaron con once o doce años y la imagen de mi infancia es verlo a él subido a un andamio, aunque a mí me gustaban más los dibujitos que hacía Fernando. Yo soy arquitecto gracias a esa obra. Además, le tengo mucho cariño a Xàbia porque mi padre compró una casa en los años cincuenta, que ni siquiera tenía agua y luz.

-¿Qué recuerdos tiene de sus comienzos?

-La verdad es que empecé muy bien en la profesión. Recuerdo que tenía entonces 25 años y me tuve que dejar bigote porque iba a las obras y me miraban raro, al tener cara de crío. No había hecho ni la mili. Luego llegó la pantanada de Tous, donde mi padre volvió a ocuparse de la ‘operación barro’ y yo, además de construir viviendas para los refugiados, junto a otros tres arquitectos gané el concurso para levantar el pueblo nuevo de Gavarda. Fue una época muy buena de trabajo. Entonces estaba soltero y viajaba muchísimo, sobre todo a Latinoamérica.

«Quedarse viudo fue un golpe enorme para él. Estuvo meses en cama deprimido. Pero se levantó»

-Luego llegó la crisis. Usted ha conseguido superarla.

-He sobrevivido, creo que esa sería la palabra. Yo tenía un despacho en Valencia donde llegamos a estar quince personas. Desde 2011 hasta 2014 ha sido realmente espantoso. Veía cómo todos mis compañeros iban cayendo, y yo llegué a cerrar el despacho y me quedé con dos personas en un local del centro comercial aquí en Bétera. Tuve la suerte de que he rodeado el campo de golf de casas. Mis compañeros me decían: «Tira la toalla». Pero en 2015 empezó todo a moverse de nuevo, y mi estilo cada vez gustó más. Además, desgraciadamente no había demasiada competencia.

-¿Tenía muy claro, a pesar de que no gustara, que ese tipo de arquitectura era la que usted quería hacer?

-En los años noventa vivía con el estigma de lo excéntrico y ha sido muy bonito ver cómo los clientes pasaban de la resignación a venir a buscarme y pedir vanguardia. Pero es que yo siempre he tenido la sensación de que o llegas a lo que realmente pretendes o no puedes con la frustración. No puedo hacer algo en lo que no creo, en eso soy muy parecido a mi padre, que no se imaginaba en una reunión con el conseller y no decirle que estaba equivocado; a mí me ocurre lo mismo. Yo hago una cosa y tengo que creer en eso. Por eso no me voy a retirar, caeré con las botas puestas. Para mí las dos grandes enfermedades son el miedo y el aburrimiento. El pánico a tirar para adelante y el de dejarte llevar por una vida sin alicientes. Y yo no necesito esto para ganar dinero, porque para eso lo metes en bolsa o te inventas otro tipo de negocio. Yo necesito crear, experimentar, y que la gente viva dentro de esos espacios.

-¿Ha tenido ese ‘background’?

-Un día vi a una mujer que se encontraba en una situación muy complicada, y me confesó: «Soporto la vida por la casa donde vivo». Lo decía porque le daba mucha alegría. Otros presumen de ella. No todo es bonito, está claro, pero yo creo que hago las cosas con pasión y no estoy nunca satisfecho, ya que si no desaparecería esa droga. Y esa debe ser siempre la actitud.

«He logrado sobrevivir a esta crisis espantosa, todos mis compañeros iban cayendo»

-Aspirar a la perfección.

-Bueno, mi padre a veces me decía: «Julio, el peor enemigo de lo bueno es aspirar a lo perfecto». Porque la vida no es perfecta. Yo he sido más obsesivo que él pero creo que hay que controlarlo. Tenía frases así. Recuerdo una vez que estaba yo muy perdido después de lo de mi madre, que se me juntó con un desengaño amoroso, y me dijo: «Qué difícil es perderse cuando se sabe el camino. Tú no te vas a perder. Lo sabes». Me ayudó mucho en aquel momento.

-Ha sido padre ya con la madurez.

-Como le he dicho antes, me casé tarde, con una abogada que entró en Canal 9 y entonces pensé: «Al menos un sueldo fijo en la familia». Cuando se cerró la televisión vivimos también nosotros nuestro propio annus horribilis, porque yo entonces tenía muy poco trabajo. Hemos tenido dos hijas, la mayor, Claudia -cómo no- estudió Ingeniería Biomédica y ahora vive en París. Es una chica muy constante y trabajadora, aunque más tranquila que su abuelo. Patricia es más parecida a su madre, muy alegre. Ahora la pobre se encuentra en Barcelona, ha empezado a estudiar en el ESADE y está un poco desconcertada porque con 18 años sabe muy poco de política y no entiende lo que pasa.

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