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La diseñadora abre las puertas de su atelier en la calle Jorge Juan.
«No nos hace falta un hombre en casa. Pienso en volver a estar con alguien y me dan escalofríos»

«No nos hace falta un hombre en casa. Pienso en volver a estar con alguien y me dan escalofríos»

El amor trajo a Valencia a Marta de Diego y cuando éste se acabó prefirió quedarse aquí. «No podía crear otro cisma, ya fue mucho el de la separación», recuerda. Hoy no quiere más ataduras sentimentales y todo el espacio que deja libre la moda lo ocupan sus hijas, a quienes está tan unida que las llaman 'el clan'

MARÍA JOSÉ CARCHANO

Miércoles, 11 de enero 2017, 21:37

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Era reticente Marta de Diego a conceder esta entrevista. No es sólo que no le guste salir, sino que su transparencia la lleva a abrirse en canal. Por eso en esta charla hay muchas risas y algunas lágrimas, porque cada uno lleva una losa sobre los hombros y en el caso de esta diseñadora madrileña con genes catalanes no le importa confesarlo. Con tal personalidad que al hablar de una edad que no aparenta, 63 años, y pese a moverse en un mundo tan cruel con el paso del tiempo como el de la moda, confiesa que nunca ha querido operarse. «Me parece la mayor absurdez querer ser quien no eres». ¿Y cómo lo hace, lo de mantenerse así? «En mi caso creo que tengo las neuronas atrincheradas por el ritmo de trabajo y de vida que llevo». Afincada en Valencia desde hace años, entramos en su atelier, ubicado en la calle Jorge Juan, un lugar por el que pasan personajes como Hortensia Herrero y sus hijas, fieles a una estilista que ha tenido que luchar mucho. «Y sigo luchando». Sobre la mesa, desorden. «Yo soy así». Y algunas revistas de moda con sus creaciones, reconocidas incluso al otro lado del Atlántico.

-Tiene las clientas que cualquiera le gustaría arrebatarle. ¿Cómo se cuida esa fidelidad?

-Siendo honrada y decente, algo que falta hoy en día en la sociedad, porque si la gente fuera más decente no pasarían muchas de las cosas que pasan. Creo que esa es la mejor fidelización de un cliente. No agasajándole. Eso significa que no le engañas, no le manipulas, estás realmente a su lado, eres discreta, sabe que puede confiar en ti absolutamente y eres una tumba. Y estás si hace falta las 24 horas. Y no has de querer enriquecerte. No tenemos un Porsche en la puerta. Mi ambición es que hablen bien de mí. Y sigo estando porque me valoran, me respetan y saben que me dejo la piel. Que no lo hago por dinero, porque hay cosas que no tienen precio.

-¿Se siente respetada en su profesión?

-Yo cambio la pregunta. Me he hecho respetar.

-¿Cómo se consigue? Yo veo una persona con las ideas muy claras y segura de sí misma.

-Estoy muy segura de lo que hago profesionalmente, aunque siempre hay alguna flaqueza incluso en aquellas personas que dicen estar muy seguras de sí mismas. En las biografías siempre cuentan del personaje que tenía a una persona a su lado, un apoyo.

-¿En su caso también hay alguien atrás?

-Por supuesto: María José, mi socia. Me aguanta y soporta mis neuras, porque estos supuestos creadores, como nos llaman, tenemos que tener un punto de irrealidad y es ella la que me baja. Si no, yo estaría de forma permanente sentada en una nube con las piernas colgando, fantaseando y creyendo que todo es muy happy.

-¿Ha luchado mucho?

-Y he pagado un alto coste. He sacrificado la infancia de mis hijas, me he perdido muchas cosas de ellas (se emociona. En la entrevista está presente una de las dos, Cayetana, que vive en Qatar pero ha pasado las fiestas en Valencia con la familia. Se levanta y la abraza. Le dice: «Nunca nos has faltado»). He dedicado muchas horas a costa de ellas. Todo tiene un precio, nada es gratis. Además, esta profesión es el Dragon Khan, cuando parece que te vas a estrellar vuelves a subir, y así sin parar.

-¿Hasta qué punto desgasta?

-Aunque muchos días te vas quemada, a mí me vence esta pasión. Puedo cerrar la puerta de este sitio y decir que no resisto más. Como sostiene Juan Roig, el cliente es el monstruo. Bueno, prefiero llamarlo la bestia, porque es algo que no da miedo, a lo que te enfrentas en igualdad de condiciones. Pero yo no puedo echar el cierre a crear, y sé que me estaré muriendo y diciéndoles: «Niñas, poneos para ir este abriguito». Esto es incontrolable. Si ya desde pequeña

-¿Cómo fue en su caso ese descubrimiento?

-Yo cuando era una cría jugaba con las muñecas, pero en mi caso además imaginaba que tenía un negocio y vestía a la marquesa de Villaverde, que era entonces, en Madrid, donde yo vivía, la que marcaba la moda. Apuntaba alto yo. Es algo que me ha ido fluyendo. Lo he hecho espontáneamente. Y la vida te lleva, aunque no quieras. Bien es verdad que por parte de mi padre hay una vinculación muy fuerte hacia el mundo textil que sin embargo he sido la única de cinco hermanos que ha heredado.

-¿Y cómo acaba una madrileña viviendo en Valencia?

-Viví en Madrid hasta los catorce años, cuando me trasladé con mi familia a Barcelona por razones de trabajo de mi padre. Allí seguí estudiando, porque además él, como buen catalán, era muy ordenado, muy racional, y decía: «Aquí todo el mundo estudia; luego, si queréis, dedicaos a tocar la guitarra». Yo no decía lo que quería ser porque sabía que era una batalla perdida, aunque resultaba evidente mi desinterés por estudiar. Terminé Empresariales, acabé montando mi negocio y conocí en un viaje de trabajo a Valencia a quien sería después mi marido, gallego de nacimiento. Qué inconsciente, no me planteé nada más. Me enamoré, me tiré a la piscina y me vine a vivir aquí. Quizás mis hijas no lo hagan, aunque yo lo repetiría y no me arrepiento.

-No se quiso volver.

-Podría haberlo hecho cuando me separé, pero mis hijas estaban estudiando, tenían raíces, amigos, y pensé que romper con todo Ahí sí me paré. Levantar todo el campamento, volver a Barcelona, con dos hijas, el padre aquí En Valencia tengo mi vida muy establecida, no podía crear otro cisma, ya fue mucho el de la separación. Lo que sí me han dicho infinidad de veces y me siguen diciendo es que tenía que haberme ido a Nueva York. Por lo castrada que me siento a nivel creativo aquí, porque no puedo hacer muchas cosas de las que me gustaría, tengo que adaptarme a donde vivo, a la demanda...

-No debió de ser fácil adaptarse, sobre todo al principio.

-Los acuario somos muy camaleónicos; si no, no sé si hubiera podido hacer todo lo que he hecho. Me adapté, pero imponiendo quién soy. Porque yo para atrás ni para coger impulso. Al principio pensaban aquí que yo miraba por encima del hombro, pero ahora creo que ya me conocen. Siempre habrá quien critique, que es el deporte nacional de este país. Pero a mí los dardos me rebotan y van de vuelta.

-¿No le afectan las críticas?

-No. Si es constructiva me la aplico, es un aprendizaje. Si no lo es me crezco y digo: «Ladran, luego cabalgamos. No soy invisible». Es un perfil muy de acuario, universal y libre.

-¿Se ha sentido libre para hacer lo que ha querido en cada momento?

-Sí. Y si no, he buscado mi libertad. En el único momento de mi vida en que pude sentirme bajo un paraguas que me resultaba pequeño era durante la adolescencia, con un padre severo no, lo siguiente. Ahora bien, nos adorábamos, era su ojito derecho. Con la mirada nos entendíamos. Quizás porque nos parecíamos mucho. Murió el día de mi santo, el 29 de julio. Recuerdo que cerrábamos ese día el despacho y pensé: «Se ha esperado para que yo pudiera llegar a Barcelona».

-¿Vio que le había ido bien?

-Se sentía muy orgulloso. Y me entendía. Sotto voce se sonreía. Quizás porque se veía reflejado en mí. Aunque era tan severo que para salir por la noche había que cursar una instancia en el Ministerio. Le llamábamos el feroce. Yo era la hija de en medio, la más rebelde, la más vanguarista. Mis hermanos estudiaban, pero entre quedarme en casa y un guateque lo tenía claro. Decía que ya me lo sabía. Y en realidad era mala estudiante de buenos resultados.

-Ha tenido dos hijas, Casilda y Cayetana. Dos nombres con personalidad.

-Son nombres castellanos, fuertes, clásicos. En el fondo soy muy de Madrid, austera, vetusta. Tienen una identidad propia, y les pega. Las he educado como lo hizo mi padre, adaptándome a los tiempos, eso sí. Dejándolas que tomaran responsabilidades.

-¿Le gustaría ser abuela?

-(Responde rápidamente). Lo que más. Voy a volcar en los nietos el saldo pendiente que tengo con mis hijas. Mi padre fue el más severo, pero luego como abuelo cambió por completo. Quizás él también se acabó quitando esa espina. Cuando sea abuela podré malcriar y haré mi santa voluntad con mis nietos, lo tengo clarísimo, aunque no hay prisa.

-¿Piensa entonces en retirarse?

-Lo he dicho. El día en que sea abuela me jubilo, aunque no sé si luego podré hacerlo. Es que constantemente me entran proyectos, tenemos mucho vínculo con Estados Unidos y si la vida me lleva a ampliar o expansionar, vete tú a saber.

-Por sus palabras, da la impresión de tener una espina clavada con Estados Unidos.

-No quiero hablar de asignaturas pendientes. He hecho en todo momento lo que en ese instante me tocaba hacer. Sólo doy un paseo por el pasado para ver los errores que he cometido y no volver a caer en ellos. No para lamer las heridas. Entrar en el mercado estadounidense sería una guinda. Terminar el recorrido poniendo una pica en Flandes. Estoy segura de que si eso surgiera mis dos hijas se meterían de cabeza. No lo hemos hablado, pero las conozco. Y todas nos iríamos para allá.

-¿Están muy unidas?

-Muchísimo. Nos llaman el clan. Aunque Cayetana vive lejos (trabaja para una empresa de productos de lujo en Qatar y ha estado residiendo en Hong Kong con Loewe) y Casilda tiene novio y probablemente se case, con lo bueno y lo malo hacemos clac y somos un bloque potente. No nos hace falta un hombre en casa.

-¿No se ha planteado esa posibilidad, volver a estar con alguien?

-Lo pienso y me dan escalofríos. Con todo mi vanguardismo, me casé por la Iglesia y asumo las responsabilidades. A pesar de que no soy de rosario y me considero una católica practicante floja, dije que era una vez y para toda la vida, y aunque esté divorciada dicho queda. Pero es que además me da una pereza Tengo una vida muy llena. Como me dijo una vez una amiga: «Tú lo que necesitas es un esponsor». Alguien que te lleve y te traiga, sin compromisos. ¿Tener en casa a alguien que pregunte qué cenamos hoy? ¿Yo, que ceno un yogur? No, no.

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