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Ramón Palomar
Miércoles, 5 de abril 2017, 20:42
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A nadie se le escapa que las influencias recibidas en nuestra primerísima infancia contribuyen no sólo a forjar el carácter, sino incluso a provocar que escojamos uno u otro camino. El compositor Luis Ivars, alicantino, no olvida todas las películas que vio con cuatro, cinco y seis años. Su abuelo era el proyeccionista de una sala donde ofrecían largometrajes infantiles en aquel añorado formato de la doble sesión que nutría nuestros apetitos. Mientras regresaban a casa tras esa ración de celuloide, tarareaba las canciones que había escuchado. Hoy son otros los que tararean la música que él compone y, ahí es nada, ya acumula tres nominaciones a los Goya en el campo de mejor canción original. La vida, en ocasiones, nos depara estas evoluciones que cierran el círculo de una manera casi perfecta. ¿Pero aterrizó Luis así de sopetón en el cotarro de las bandas sonoras? No, claro que no, todo sigue una evolución, una lógica, una iniciación.
El Mediterráneo siempre ha estado presente en su obra y en su vida. Vive a dos pasos de la playa de San Juan y se siente absolutamente influido, atraído y subyugado por nuestro mar. De hecho, su primera formación allá en Alicante se llamaba Mediterráneo y practicaban ska, reggae y ritmos latinos. El mar y sol, sin estos dos elementos los que estamos instalados en estas orillas no seríamos nada. Salió de aquella banda porque pretendía crecer, ampliar horizontes, seguir estudiando. Naturalmente se marchó a Madrid y allí sufrió un shock al descubrir la gran ciudad y la hostilidad inevitable que rezuman las aglomeraciones mogollónicas. Además, en aquel momento en Madrid primaba el rock urbano, agresivo, digamos de realismo sucio. Nuestro joven enganchado a los ritmos latinos se topó de bruces con la oscuridad y, tras ese choque, aquello le fortaleció. Fíjense si, incluso en aquellos trances de buscarse las habichuelas, tenía presente el mar que su cerebro aplicó un curioso fenómeno. Luis vivía en la planta veinte de un edificio y, desde allí, divisaba la meseta. Bueno, pues durante dos años la percepción de su cerebro no le transmitía esa realidad. La imagen que le estallaba en la cabeza era la del mar. «Miraba por la ventana y veía el mar, durante dos años... Hasta que luego, de repente, por fin pude contemplar la meseta», me comentó. Las cosas de la sesera encierran misterios en los cuales no siempre es bueno profundizar...
En Madrid también disfrutó de aquella Movida que florecía por todas partes rompiendo los tabús, conoció gente afín, pululó, trabajó y le ficharon de teclista en la banda Danza Invisible. Seis años seis recorriendo España de norte a sur y de este a oeste, durmiendo cada noche en una habitación distinta, actuando en pueblos, garitos, discotecas, plazas de toros, alamedas. Se sentía libre, más allá de las normas y de las rutinas que ahogan el alma. Gozó como un bellaco. Se curtió. Aprendió. Conserva de aquellas andanzas un recuerdo imborrable, tanto que, ayer sábado, acudió para acariciar su teclado en el concierto que Danza Invisible dedicaba en Málaga a sus fans para celebrar el 35 aniversario de la formación.
Pero, como siempre, de nuevo se impuso el camino trazado y la evolución de un tipo que siente la música ramificarse por toda su osamenta. Le llamó el director Domingo Rodes para que compusiese la música de un cortometraje, y Luis, cuando trabajó en ese encargo, sintió el flash, la iluminación, la verdadera pasión. Componer, crear música para el cine, para las imágenes, esa era su meta. El mismo director le llamó para que firmase la partitura del largometraje Tabarka y, desde entonces, nuestro paisano no ha parado.
¿Y qué hace un adicto al Mediterráneo cuando consolida su carrera? Pues, naturalmente, regresar a casa para disfrutar de la brisa marinera. Tras veinte años en Madrid, Luis se asentó definitivamente en Alicante, donde mantiene su cuartel general. Viaja mucho. París, Londres, Bruselas... Colabora y participa en congresos de música de cine y es el presidente ejecutivo de Musimagen. También forma parte de la junta directiva del equivalente europeo de esta asociación. Su ojito derecho es el festival de Cannes. Le parece que en ese festival se respira cine, y su formato inabarcable se extiende al glamour, al negocio, al comercio, a las charlas, a los debates, al arte, y en su justa proporción.
Su formación musical viene del conservatorio pero explica que nadie le enseñó a componer para el cine. Le gusta precisar que componer para el cine es otra cosa, pues debe acompañar las imágenes. Se siente como un guionista que escribe con la música, con las notas, y considera que la música que acompaña las películas redondea la factura de la obra pues cubre los huecos de las emociones, los sentimientos, las sensaciones. Yo, desde luego, le creo. Podría nombrar a decenas de compositores, pero si le obligas a citar sólo tres se queda con Bernard Herrmann (el de Psicosis y Taxi driver, entre otras maravillas), Ennio Morricone y el japonés Sakamoto. Luis Ivars vive y trabaja en Alicante y su nombre suena muy fuerte en el sector de los compositores de bandas sonoras. Su currículum empieza a apabullar. Busquen, busquen y ya me contarán...
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