Borrar
Urgente Los trabajadores de las ITV aplazan la huelga prevista para la próxima semana
Tras los pasos de Tom Sawyer

Tras los pasos de Tom Sawyer

Ni Mark Twain habría firmado una historia tan redonda como ésta, la Fernando Mulas, hijo de un ingeniero de minas obligado a emigrar que creció asilvestrado, no pisó una escuela hasta los diez años, aprendió a sumar gracias al recuento de Antonio el listero y acabó convertido en una eminencia de la neuropediatría

RAMÓN PALOMAR

Miércoles, 8 de junio 2016, 21:54

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

La infancia es un terreno abonado a los tópicos. Dicen algunos que la verdadera patria de un hombre es su infancia. Pues bueno. Sobra algo de lírica, que diría Josep Pla, pero en fin. También afirman que donde fuiste feliz de niño mejor no regresar de adulto porque la decepción te acuchilla con zarpa de fiera. Pues vale. Aunque yo sí retorné al Tánger de mi infancia muchos años después y me encantó, anda que no disfruté, ya lo creo... Desde luego, la infancia sí nos marca, para bien y para mal, y esto parece bastante demostrado. Fernando Mulas es una auténtica eminencia en el campo de la neuropediatría, como lo atestiguan los numerosos premios que ha recibido, entre ellos el Ramón y Cajal (premio gordo donde los haya, excepto el imbatible de la loto navideña), y su brillantísima trayectoria. El pasado domingo se clausuró un congreso de pediatras en nuestra ciudad y... ¿adivinan quién organizó el cotarro desde las bambalinas gracias a su entrega y prestigio? Sí, premio para el caballero, ahí encontramos a Fernando Mulas. Más de dos mil médicos han acudido a este congreso. Vamos, que no es broma.

Ahora bien, volvamos a la infancia pues la de Fernando es una de las más curiosas que conozco. Su niñez parece escrita por Mark Twain y él incluso tiene algo de un Tom Sawyer que deambuló feliz y asilvestrado por la campiña cercana a Sevilla... Nace Fernando durante unas vacaciones cerca del Cabo de Palos y, por azares del destino y de la profesión de su padre, ingeniero de minas, mientras sus hermanos mayores estudian en Madrid él acaba en Aznalcóllar, donde el progenitor dirige una explotación minera. Y allí crece curioso, observador, libre, atento a los prodigios y misterios que le rodean. Brinca, corre, los árboles son su segunda casa, las cabras son sus amigas, los toros bravos de las ganaderías vecinas le saludan inclinando los cuernos, en fin, que a falta de un río como el Misisipi las emociones estallaban por doquier.

Pasa el tiempo, dulce y aterciopelado, y Fernando Mulas, cuando tiene diez años, todavía no sabe lo que es una escuela. Qué chollo, por favor. La escuela más cercana mostraba una lejanía hostil, eran otros tiempos, yo qué sé, pero el caso es que durante todo ese tiempo Fernando gozó del paraíso terrenal junto a perros, gatos y gallinas. Su posterior éxito certifica que la escuela en la primera fase de la gente está sobrevalorada. Claro que Fernando debió de ser un chaval muy, pero que muy espabilado. Aprende a contar gracias al listero (el tipo que pasaba la lista de los currantes) de la mina, uno que quiero imaginar como aquel entrañable Indio Joe, ese amigo marginado de Huck Fynn y Tom Sawyer. Antonio el listero fue su primer profe, como quien dice. «Dos más dos cuatro, ¿estamos?», le espetaba. Y aquel chiquillo de las marismas de ojos claros y fulgor inteligente respondía vehemente: «¡Estamos!»

Sumar, restar, multiplicar... ¿Para qué más? ¿Para qué saturar de memeces la sesera de un crío? Luego ingresa en el cole Maravillas de Madrid, aprueba el examen de Bachillerato y escapa de la tradición familiar que lo encauzaba hacia la ingeniería para apuntarse en Medicina allá en la Complutense. Con 23 tacos ya es médico y su zurrón amontona matrículas de honor. No está nada mal para aquel chavalín que quiso ser torero por cumplir con sus viejos amigos los astados que protagonizaban las correrías de su niñez. Le conceden una beca que le traslada a Estados Unidos. Luego regresa, oposita, gana y, de nuevo, otra beca, esta vez a Edimburgo.

Irrumpe en él, gracias a maestros como Castroviejo, la pasión hacia la neuropediatría. Abraza la causa. Consigue plaza en Valencia en el 78 para venir a nuestra valenciana La Fe y bien podemos asegurar que su carrera es meteórica. Investiga, estudia, comenta, comparte, investiga otro rato, ayuda, cura... En fin, la cosa científica le envuelve y sus colaboradores saben que duerme con brevedad vampírica y que te puede mandar un mail acerca de un trabajo a las cuatro de la mañana porque yace frente al ordenata enfrascado y no mira el reloj.

¿Con tanta energía desplegada le queda tiempo? Sí, es la ventaja de dormir escaso. Porque aquí el amigo Mulas, superadas las fronteras de lo laboral, revela su tono infatigable y lo inagotable de sus inquietudes. Practica esquí y golf. Monta a caballo. Le encanta la música, la lectura y la pintura (su colección mola). Va al cine y al teatro. Además baila con su mujer Carmen (28 años de matrimonio) y le rechifla juntar a toda la familia en su casa de Xàbia. Pero dos aficiones destacan sobre el resto: la fotografía, de ahí que asegura en ocasiones eso de «lo que no se fotografía no existe», y sobre todo navegar a vela. El mar le hipnotiza y este hombre navega con amigos, hijos o en solitario si la ocasión lo requiere.

Este hombre vive la vida de manera total como ese fútbol holandés que deleitó al universo entero bajo la batuta de Johan Cruyff. Impresionante. Y, para terminar, no me resisto a contarles que se embarca ahora en la política al ir de número uno al senado en Ciudadanos. Necesita, supongo, beber de la fuente política porque aspira a devolver de alguna manera a la sociedad lo que ésta le ha dado. No sé yo cómo le saldrá esta aventura, pero le sugiero que, a la mínima decepción, huya de esa corrala y regrese hacia los vientos puros de su infancia. Fernando Muelas, sus días proyectan 25 horas.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios