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Víctor Santos
El carrete de fotos que cambió una vida

El carrete de fotos que cambió una vida

CAPÍTULO 2 ·

Jokin Azaola fue asesinado en 1978, tras haber hecho público, de forma comprensible y suicida, su papel en la operación policial que desbarató los planes de ETA para secuestras a la Familia Real en Mónaco

ÓSCAR BELTRÁN DE OTÁLORA

Valencia

Martes, 10 de julio 2018, 00:16

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En abril de 1974 Jokin Azaola era un colaborador de ETA atormentado al comprobar la magnitud de la operación terrorista en la que había quedado atrapado. Residía en Bayona y la banda le había pedido que colaborase en el secuestro de una alta personalidad del Estado. El año anterior, los terroristas habían asesinado a Carrero Blanco y Azaola creyó que esta vez se trataba de secuestrar al propio dictador. Franco, con 82 años, mostraba ya una salud deteriorada y estaban a punto de iniciarse las hospitalizaciones que le llevarían a la muerte. Pero Azaola descubrió que el objetivo eran los Príncipes Juan Carlos y Sofía.

Azaola era un nacionalista moderado que, a finales de los 50 y 60, había vivido varios años en Francia, sin dejar de militar en el PNV e incluso mantener contactos con la dirección del Gobierno vasco en el exilio. Su relación con la banda había comenzado en 1972, ya de vuelta en Bilbao, cuando unos amigos le pidieron que revelase un carrete de fotografías. Aceptó el encargo sin saber que un favor tan nimio le cambiaría la existencia de forma irreversible. Ese fue el momento clave, el punto de quiebra en el que su vida entró en una espiral enloquecida.

La película que debía revelar contenía las imágenes en blanco y negro de un automóvil. Se trataba del vehículo del empresario eibarrés Lorenzo Zabala, secuestrado por ETA ese mismo año y liberado tres días mas tarde, cuando su empresa aceptó una serie de reclamaciones laborales. Azaola fue detenido por su relación con el comando que cometió el secuestro, pero quedó en libertad nueve meses después de su arresto. Aún así, se fue a vivir a Bayona y figuraba en las listas de 'exiliados'. Dos años más tarde, las mismas personas que le habían pedido ayuda con el carrete le reclamaron su colaboración para llevar a cabo el secuestro de don Juan Carlos y doña Sofía en Mónaco. Necesitaban que se encargara de la vigilancia del piso de Niza en el que iban a preparar el zulo para ocultarles.

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En una banda repleta de jóvenes huidos del País Vasco y con escaso conocimiento del mundo, Azaola era el único hombre capaz de hacerse pasar por el secretario de un millonario alemán de vacaciones en Mónaco, la cobertura que habían ideado los etarras para los ocupantes del chalé en el que se iba a retener a los Príncipes. Su conocimiento del francés, su cultura y su pose aristocrática le podían permitir superar con éxito un interrogatorio de la Policía francesa, algo que para muchos miembros de la banda era una prueba infranqueable.

Los habanos de Leizaola

Cuando Jokin aceptó, le dieron dinero y un plazo de cinco días para que se presentara en una dirección de Niza. Azaola inició entonces un viaje que también sería definitivo en su vida. Se trasladó hasta París para reunirse con el lehendakari en el exilio, Jesús María Leizaola, y contarle la misión en la que estaba envuelto. De la lectura de su libro 'Los elegidos de Euzkadi' y de las anotaciones policiales se desprende que Azaola tenía una obsesión: «Hay que frustrar la locura criminal» que supondría secuestrar a la Familia Real.

El lehendakari Leizaola era en ese momento un presidente en la encrucijada. Había heredado el cargo en 1960 tras la muerte del carismático José Antonio Aguirre, pero no contaba con su aura. Para algunos jóvenes nacionalistas, la postura del PNV ante la dictadura no era lo suficientemente activa. Se rebelaron y de ahí nació ETA. Leizaola se enfrentó a la banda por haber recurrido a la violencia y condenó el terrorismo en varias ocasiones. En 1974, el mismo año en que recibió la visita de Azaola, había abandonado por un día su refugio parisino para participar en el Aberri Eguna que de forma clandestina se celebró en Gernika. Como todos los políticos antifranquistas en el exilio, la muerte de Franco y el futuro de España eran su obsesión.

Según se recoge en 'Los elegidos de Euzkadi', Jokin Azaola fue recibido por Leizaola en su despacho de París, del que recuerda un gran mapa de Euskadi que colgaba en una de las paredes, un pesado cenicero de vidrio y una tabaquera oscura. La conversación, casual, comenzó con una charla sobre los habanos. Pero Azaola enseguida le desveló al exlehendakari que disponía de información sobre «una acción de tal envergadura que puede acarrear la muerte de varias personalidades españolas y ensuciar para siempre el concepto mundial de ser vascos que nos hemos ganado».

El colaborador de la banda era pura angustia, un hombre atrapado en la duda sobre qué hacer para poner fin a la conspiración de ETA sin por ello convertirse en un traidor. En un momento de la conversación, planteó la posibilidad de actuar desde dentro del comando contra ETA y el lehendakari le animó a que lo hiciera.

«No estoy decidido aún. No logro superar el convencimiento de la traición», le replicó Azaola. «Son palabras. No te dejes engañar por simbolismos que han perdido toda su fuerza ante una causalidad que los ha empobrecido», contestó Leizaola.

La carta del topo

Tras ese cruce de palabras, Azaola decidió colaborar con las fuerzas de seguridad españolas. Recordaba el nombre de uno de los policías que le había detenido dos años antes en Bilbao por el secuestro de Zabala. El momento clave de su vida. El 22 de abril escribió una carta y la entregó en el consulado de Bayona para que se la hicieran llegar en la capital vizcaína al agente que le interrogó. La misiva transmitía toda la urgencia que Azaola sentía con respecto a la operación que estaba en marcha. Aunque no ofrecía detalles concretos, sí que hablaba directamente de magnicidio y de las víctimas inocentes que se producirían si los planes de ETA salían adelante. Era su mantra. El colaborador de la banda pedía una reunión con un «policía rubio» que le había interrogado y que este encuentro fuera discreto, para que los suyos no le descubrieran.

Miguel Ángel -«el policía rubio» de la carta- y un compañero viajaron al País Vasco francés y establecieron un primer contacto. Azaola, saltándose las reglas de la clandestinidad, adoptó el apodo de 'Van Put', el mismo nombre que figuraba en el pasaporte belga falso que le había proporcionado ETA. El nuevo topo pidió 3.000 francos para los gastos que le ocasionara su actuación como agente doble y estableció una condición inapelable: nadie debía ser detenido por sus confidencias y no habría violencia. Se debía evitar el secuestro, pero no intervenir contra ETA.

Este es quizás uno de los rasgos que convierten a Azaola en un topo especial. Su único objetivo era evitar víctimas, no quería dinero ni recompensas. Leyendo sus textos, no es difícil imaginarse a alguien confuso, atrapado en un mundo de tipos armados y a los que no les importa matar. Una pesadilla para un hombre culto que cuando pasea por los bosques de los alrededores de Niza sueña con escuchar música de Brahms o Chopin. Su nacionalismo es esencial, muy personal, forjado con lecturas antiguas y la fascinación por el paisaje y las costumbres del País Vasco. «Hay que evitar la muerte del alma vasca», reflexiona tras hablar con Leizaola. Es casi un personaje de Pío Baroja, una especie de conspirador solitario perdido en la frontera del Bidasoa.

Cien presos y 250 millones

La Policía aceptó sus condiciones. Aunque, como veremos más adelante, contaba con sus propios planes. Envió a dos agentes de Bilbao a la Costa Azul para corroborar los datos que 'Van Put' les iba a ir facilitando. A comienzos de mayo, el agente doble envió desde Niza un primer informe a los policías que encendió todas las alarmas en las altas instituciones del Estado franquista. El plan de ETA para secuestrar a don Juan Carlos y doña Sofía estaba muy avanzado. Su intención era, una vez que les tuvieran en su poder, condicionar su liberación. El precio, que cien presos políticos salieran de las cárceles y la entrega de 250 millones de pesetas.

Para llevar a cabo la operación, los etarras disponían de un chalé en Niza en el que se iba a preparar una cárcel clandestina, que también sirviera para ocultar su arsenal: dos metralletas, dos pistolas y dos granadas. Contaban además con una mansión en Cannes, que se utilizaba como centro de operaciones. Estaba situada en La Croisette, la calle más importante de la localidad costera. Pero la pieza más importante era un barco ya atracado en Montecarlo, desde el que se iba a iniciar la acción. En cuanto la Familia Real pusiera un pie en los muelles de la ciudad, los etarras saltarían sobre ellos. En estas localizaciones se habían desplegado ya dos comandos: uno compuesto por cinco miembros, con la misión de ejecutar el secuestro, y otro de tres, encargado de retener a los Príncipes.

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Los policías que estaban en contacto con 'Van Put' transmitieron a sus superiores que el secuestro era «factible». En especial, porque los etarras contaban con información muy próxima a sus víctimas. Según pudo determinar el ya agente doble Azaola, la Familia Real había sido invitada por Rainiero y Grace Kelly a la reinauguración del Sporting Yacht Club de Montecarlo, uno de los grandes eventos de la 'jet set' europea de ese verano. Acudirían personajes como Andy Warhol o la actriz Liz Taylor. La homenajeada sería la bailarina Josephine Baker.

Rainiero había sido anfitrión en anteriores ocasiones de don Juan Carlos y doña Sofía, que se habían desplazado hasta Mónaco en un yate de la familia Fierro, unos magnates españoles con negocios en la banca. ETA lo sabía porque contaba con su propio topo en el entorno de los Príncipes. Uno de los marineros del barco de los Fierro, un joven cocinero guipuzcoano, había entrado en contacto con la banda en una fecha sin precisar. En un primer momento les pidió dos millones de pesetas por actuar como infiltrado y proporcionar a los etarras toda la información necesaria para llevar a cabo el secuestro. Pero el traidor se asustó y desapareció. Pese a no contar ya con él, los terroristas decidieron seguir adelante.

«Atraer a la juventud»

ETA disponía de un presupuesto de tres millones de pesetas -el atentado de Carrero Blanco costó cuatro millones, según informó Azaola-, y puso en el secuestro toda su capacidad operativa. «Tenemos la seguridad de que la operación se llevará a efecto, ya que les es necesaria desde todos los puntos de vista. Su meta principal es sacar a la organización de la marcha descendente que lleva últimamente..., necesitan una acción 'fuerte' para atraerse de nuevo a la juventud», escriben los dos policías españoles que mantienen contactos con Azaola en Niza y escuchan sus informaciones sobre las discusiones de los etarras.

La organización terrorista discute en ese momento qué hacer con los Príncipes una vez perpetrado el secuestro. Un sector propone matarlos si el Gobierno de Franco no acepta sus condiciones. Otras voces defienden asesinarlos suceda lo que suceda. Lo que sí tienen claro es que si aparecen las fuerzas de seguridad les quitarán la vida. «Si nos intercepta la Policía mientras les llevamos a Niza, nos volamos todos en el coche», afirma uno de los terroristas. En la banda, como veremos, hay quien baraja incluso alternativas casi ridículas. Pese a todo, la docena de etarras desplazados a la Costa Azul son la élite de la organización. Muchos de ellos han participado ya en secuestros y algunos incluso tuvieron un papel protagonista en el atentado contra Carrero Blanco.

Lo que no saben en ese momento ni el confidente ni la Policía es que entre los etarras hay un hombre que sueña despierto con matar al Príncipe. Esta obsesión enfermiza -llegará a tratarle un psiquiatra- es el nexo entre todos los terroristas desplazados hasta Mónaco. Su delirio es el cemento que les une.

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