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La Costa Rica por descubrir

La Costa Rica por descubrir

Un viaje por Tiquicia se mide en las casas de comida locales que se van dejando por el camino mientras se escapan los ¡guau! ante cada nueva manifestación de su exuberante selva

galo martín aparicio

Jueves, 7 de julio 2016, 14:57

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El mae con la mano izquierda sujeta la tabla de surf. La derecha alzada y con la palma abierta apunta al cielo. Como su cabeza. A continuación se santigua y se introduce en el agua. Sí, playa Hermosa, con su arena negra, palmeras y sus despreocupados coge olas, en la costa del Pacífico, es distendida y relajada, pero también es devota, igual que el resto de Costa Rica.

Destartaladas viviendas particulares, hotelitos y cabinas alojamientos económicos que consisten en una habitación equipada a full y con aparcamiento, de estética y atmósfera surfera, se esconden entre la vegetación y a un lado del asfalto por el que circulan pick-up, 4x4, coches alquilados y camiones con frontales majestuosos.

La playa, alargada y con series de ondas que se repiten una y otra vez, hacen las delicias de los forasteros y locales que se juntan en este lugar, donde su topónimo es una obviedad y beber una rubia y suave cerveza Imperial, después de un buen baño, una sana obligación.

Por sus carreteras, llenas de señales de tráfico de fondo amarillo que advierten de reductores, de la presencia de escolares y puentes angostos, se suceden talleres mecánicos, llanteras, fábricas de muebles, modestas iglesias cristianas y sodas: el sabanero, el coco, la amistad, Garabito y más y más nombres que a uno le hacen sonreír y preguntarse ¿por qué? Todo ello custodiado por cocoteros, plataneros y ranchos en los que campa ganado vacuno.

De alguna parte tiene que salir la materia prima que da vida a sus platos autóctonos estrellas: el casado hecho a base de arroz, frijoles, carne/pollo o pescado, ensalada y plátano maduro y el gallopinto desayuno compuesto de arroz, frijoles, cilantro y cebolla, más algún añadido extra, acompañado de una taza de cafeína acuosa y negra. El café costarricense tiene su método propio y rústico de elaboración.

Se le denomina chorreador y no es más que verter agua caliente sobre el grano molido que reposa en un filtro suspendido en una estructura de madera. «Hay que ser paciente cuando se ordena una taza», dice Heiner, del restaurante Tierra mía, en La Fortuna.

Volcán Arenal

Merece la pena esperar, sobre todo por la conversación con el joven mesero tico y por la vista del cono casi perfecto que queda al fondo, si las nubes lo permiten.

Hace rato que no escupe fuego, pero la posibilidad de que lo haga está ahí. El volcán Arenal (1.633 metros) es una imagen icónica de Costa Rica y un lucrativo negocio. Su visión nos acompaña durante muchos kilómetros a la redonda.

No podrá coronarlo, pero se cansará de fotografiarlo y de probar las mil y una actividades que se ofertan para hacer a su alrededor: tirolina, kayak, montar a caballo, aguas termales, quad e incluso un tour por una plantación de cacao Don Memo, en San Rafael de Guatuso. Eso sí, de contemplarlo es difícil cansarse del perezoso por suerte volcán Arenal.

Siguiendo el curso de la carretera y bordeando un lago que se denomina igual que el volcán, después de conducir por pistas de tierra empinadas, se llega a Santa Elena y Monteverde, en el interior elevado y nuboso del país.

Hace ya unas décadas atrás una comunidad de cuáqueros norteamericanos se asentó en Monteverde seducidos por su paisaje y tranquilidad. Hoy para escapar del trasiego de gente que lo satura hay que ascender al Cerro Amigos (1.842 metros) y contemplar, si la niebla lo permite, el océano Pacífico. Y si no, siempre se puede comprobar porqué esta área se llama Bosque Nuboso. Otros de sus atractivos es conocer la fábrica de quesos que levantaron aquellos cuáqueros y adentrarse en la Reserva Biológica Bosque Nuboso de Monteverde.

Cautivos del olvido

Fuera de la ruta tica establecida y explotadísima merece la pena virar en el itinerario y hacer una parada en Guaitil y en el puerto de Puntarenas y conocer sus historias. En la localidad de Guaitil se concentran los maestros ceramistas de la cultura chorotega que quedan vivos y que sobreviven de su arte, a pesar de que las busetas de turistas ya no pasan por aquí para la visita de rigor, como se lamentan los artesanos Jesús, Carlos y la risueña Marina, que regenta el súper del pueblo y se acuerda de la època en que se podía ver a los turistas pasear por el lugar y comprar bonitos objetos de barro.

Puntarenas, una ciudad de acogedora decadencia, con su lengua de tierra corta el golfo de Nicoya y alumbra con su faro rojiblanco a los barcos que cruzan al otro lado: playa Naranjo y Paquera. Unas oxidadas vías de ferrocarril hablan de aquel tren que transportaba el café y el azúcar que descargaron en tiempos de vino y rosas en su animado puerto.

Lo que no falta, ya sea en el interior o en la costa, es una mecedora en el porche de las casas de los ticos. No hay nada mejor que su suave balanceo para tratar de entender ese pura vida de estos maes.

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