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El tren Andean Explorer, a su paso por La Raya.
Perú, para tocar el cielo
latinoamérica

Perú, para tocar el cielo

GALO MARTÍN APARICIO

Viernes, 13 de junio 2014, 16:32

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En la terminal del aeropuerto internacional Jorge Chávez de Lima, la menuda azafata de LAN comenta que una carrera en taxi hasta el barrio de Miraflores no debería costar más de 50 soles. Con esa cifra en la cabeza, esperas a que alguno de los taxistas que se concentran en la salida acepte y te lleve hasta la primera parada de este viaje andino.

Es la primera señal de que Perú es un país que tiene sus maneras. Durante el trayecto ves que amanece temprano, el cielo está hastiado y el tráfico es vehemente. El carro (olvídate de decir coche) circula en paralelo a la costa donde se concentran los madrugadores cazaolas del Pacífico limeño. No hay colores, sino un rico pantone de grises que te hacen intuir que Perú se pinta de tantos tonos como alturas tiene.

El país heredero del Imperio Inca tiene su cara más díscola en la gastronomía, donde ingredientes como el cuy, el paiche, el rocoto y el ají en todos sus colores, maridado con pisco y jugos de camu camu y cocona, restan edulcorante a lugares como el Parque del Amor, al propio hablar diminutivo y meloso de sus habitantes o a la música de (des)amor exagerado que suena en cualquier rincón de su displicente orografía.

Superar el 'soroche' en Cusco

El punto más alto del país es Cusco o Qosco (cómo se escribe en Quechua) y que significa ombligo. Colgada a 3.300 M.S.N.M. en la Cordillera de los Andes, roba el oxígeno de tal manera que extrañas la cabina presurizada del avión que te trajo hasta este peculiar centro de la tierra. Cada paso que das por sus empedradas calles supone una bocanada de aire menos que te queda por respirar.

Esperas que el mate de coca y muña que consumes a sorbos te haga inmune al soroche (mal de altura) que empiezas a padecer. La rudeza del entorno se rebaja con los vivos colores que lucen las mantas que visten las mujeres de la sierra y con las que portan a sus hijos a la espalda. Esta instantánea frívola habla de un Perú que discurre a diferentes velocidades, bajo una atractiva luz entre montañas.

La impronta española se traduce en la típica Plaza de Armas que articula la gran mayoría de ciudades peruanas; Iquitos, Cusco, Arequipa y Puno, por citar algunas, y las iglesias sobre antiguos templos del Imperio Inca. Una muestra original es la iglesia de la Inmaculada de Lampa (la Ciudad Rosada), que alberga una réplica de la Piedad de Miguel Ángel en mitad del altiplano escondida entre yincanas subterráneas (laberinto en Quechua) que dicen que alcanzan hasta el Cusco.

La palabra Inca ha terminado por devorar la creatividad y es por la que han optado para denominarse un sinfín de restaurantes, hoteles y agencias de viajes como reclamo turístico.

A la ciudadela sagrada de Machu Picchu custodiada por el Huayna Picchu le pasa como a Nueva York: has visto tantas fotografías suyas que es una asignatura pendiente.

Desde la antigua capital imperial parte la ruta que realiza a 48 km/h el tren Andean Explorer, de la compañía Peru Rail, por el altiplano hasta Puno, a orillas del Lago Titicaca, a 3.828 metros de altitud. Sabes que llegas a la parada intermedia de La Raya porque tus oídos se taponan y te cuesta respirar: nos encontramos a 4.630 metros.

Atrás se van quedando localidades salpicadas por casas de color pastel, campos en los que los rastrojos recogidos se acumulan en forma triangular y cementerios, mientras apenas ves pasar vehículos por la carretera que discurre paralela a la vía del tren, dentro de un paisaje altiplánico que se funde con el lago Titicaca.

Sobre esas aguas, una pizca salada, flotan las islas de juncos totora en las que viven los Uros, quizá los primeros pobladores de América, que huyendo de los sanguinarios Pucará optaron por instalarse en este hábitat tan a la deriva. Navegando más de dos horas se llega a la isla de Taquile, donde los hombres tejen tan fino que su trabajo es Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad por la Unesco.

La cuna de Vargas Llosa

A bordo de una furgoneta de 11 pasajeros se cubre en tres horas y media la distancia entre Puno y Arequipa, la cuna de Mario Vargas Llosa. El recorrido permite ver vicuñas campar a sus anchas en campos amarillos y pardos mientras el conductor maneja de manera temeraria adelantando carros en lugares imposibles. Desde el barrio de San Lázaro se ven los conos volcánicos y nevados del Misti, Chachani y Pichu Pichu, custodios de la Ciudad Blanca.

Desde este punto se alcanza Nazca, localidad del eterno verano y famosa por sus líneas a las que dedicó su vida la arqueóloga alemana Maria Reiche. Pintados sobre cerros y planicies, los enigmáticos geoglifos son visibles desde el aire y los miradores habilitados.

En avioneta, a 3.000 pies de altura, uno distingue la figura de una ballena de 63 m., la de un mono de 110 m., la de una araña de 50 m., la de un cóndor de 136 m., la de un loro de 250 y la de un árbol de 80 m. entre otras. Los más curiosos pueden animarse a contemplar las líneas de Palpa, tan antiguas como desconocidas.

La siguiente parada obligada es el pueblo costero de Paracas, un punto de descanso y/o de actividades deportivas acuáticas por el desierto. La exclusiva bahía de Santo Domingo es el lugar donde se practica kitesurf mientras flamencos y otras aves revolotean entre cometas.

Muy cerca se encuentra la bodega de Pisco 1615. Un recorrido por sus viñas y después de una cata de varios tipos de uva uno descubre la riqueza de este destilado peruano, rudo si es puro y adictivo si se toma en versión sour. En Lima se tiene la posiblidad de beberlo en un local sofisticado como el Huaringas Bar o por el contrario en un huerique. Entregarse a licor peruano por excelencia sea quizá la mejor forma de cogerle el ritmo a este país.

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