Hace ya algún tiempo que viajé al Yemen. Callejeando por las calles de Sanaa, la capital, no dejaba de sorprenderme la pervivencia en el tercer milenio de los hábitos y costumbres ancestrales de sus naturales. Sus espléndidos y coloristas rascacielos de paja y barro, sus mujeres a la luz del día cubiertas hasta los ojos por un hábito negro o la ostentosa hombría de sus varones, que todavía mantienen la costumbre de portar sus armas, puñal a la cintura en reconocimiento de su virilidad y fusil al hombro definiendo su prestancia.
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