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El viaje del padre

Francisco Apaolaza

Miércoles, 7 de diciembre 2016, 11:56

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La vida me metió en su juego salvaje cuando escuché su latido por primera vez, veloz, rotundo y desbocado como un potro. La biología, el desarrollo embrionario, el vals amoroso que bailan los genes, el chispazo en la oscuridad cósmica de la primera célula... La reproducción humana que había estudiado durante años aplicada a mi descendencia se me reveló por primera vez como un milagro inabarcable. Haber nacido yo mismo y haber llegado a los treinta y seis años, toda mi vida librada de cien mil balas perdidas me resultó un mero acto burocrático en comparación con el milagro de esa pequeña vida que ya latía. «Es una chica», dijo el médico. Mi mundo se detuvo y comenzó a girar en otro sentido, sobre otro eje. Se me movió el norte.

Una mañana de vientos sur de principios de octubre, nació Macarena y le puso más dimensiones al asunto. También trajo el miedo a su dolor, que es el compañero de la paternidad. Ser padre es abrirse en canal a la incertidumbre del otro, es hacerse vulnerable. Tener un hijo es sacarse el corazón del pecho porque es la vida en otro. De alguna manera, todos los demás niños pasaron a ser mis hijos y los demás padres, mis semejantes. He vibrado con ellos en las calles ametralladas de París, en trenes retorcidos y en los salones de la desesperanza de los hospitales.

De alguna manera extraña y simple, al hacernos más que uno, nuestra hija nos hizo conectar con el lugar crudo y maravilloso, complejísimo y siempre verdadero que es el mundo. Con el prójimo. Nos hizo más débiles, pero también más humanos. También comprendimos a nuestros padres y la pasión desatada de traer alguien al mundo, de sentir algo propio, de la sangre de nuestra sangre. Nos hizo mejores aunque si soy sincero, ya no recuerdo cómo era la vida antes de los juguetes por el suelo, los despertares con abrazos calientes y suaves, la mano en su mano, los llantos y las pegatinas pegadas en los rincones más impensables de la casa. Ni antes de este baile de realidades en el que hoy es mañana ayer, la ciudad está llena de recuerdos y un lunes a las siete y media de la mañana nos preguntamos para qué sirve en realidad el cuerpo. ¡Los Apaolazas no creemos en los fantasmas!

Cuatro años de fantasía después, otra hija parece tan impensable como la primera, pero ha sucedido. De nuevo, la noticia de madrugada y ese latido que llama a las puertas descarnadas de la vida. De pronto, las canciones de la radio vuelven a tomar sentido. Llegará en primavera y quizás haya venido a darle brillo al mes de abril y a ensanchar los límites del cariño, a hacer el mundo más dulce, más suave y más lento y a hacernos más personas. A ayudarnos, en definitiva, a recorrer el camino hacia el otro, que es el viaje del padre.

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