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EL CAMINO

ESTHER ASPERILLA

Viernes, 13 de enero 2017, 00:05

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Oír mis pasos por la montaña. La vegetación. El aire en la cara. Recorrer el monte me aquieta la mente. Y si el camino es un poco tortuoso y me hace estar constantemente pendiente del recorrido, mejor. Porque cuando voy por un sendero inclinado es como si solamente fuera capaz de pensar cómo sortear la siguiente piedra. Dónde voy a poner el pie para no resbalar. Cómo me las voy a apañar para no caer. Y ese vacío mental, ese cese del bombardeo de pensamientos que me suele acometer a diario mientras estoy trabajando o en casa, y que en la montaña se queda temporalmente mudo, me proporciona una preciosa sensación de paz.

En cuanto a correr, supongo que corro porque puedo hacerlo. Porque durante mucho tiempo estuve segura de que no podía. Me lo repetía una y otra vez y me lo creía. Ahora me repito lo contrario. Claro que puedo correr. Por qué no iba a poder. También porque correr me permite sentir mi respiración y escuchar a mi corazón.

Me proporciona la capacidad de poner el foco en mi interior, lo que paradójicamente me ayuda a disfrutar más de todo lo que me rodea. La misma razón por la que hago estiramientos o meditación. Para respirar. Para mirar dentro. Para medir mis límites. Para comprobar que puedo sobrepasarlos. Que puedo caminar un kilómetro más. Que puedo correr un poco más rápido. Que puedo estirarme un centímetro extra. Que puedo escuchar mis pensamientos y puedo acompasarlos a mi respiración. Que puedo estar alerta y estar presente.

Y que esa presencia soy yo. Un yo mucho más real que todo el torrente de pensamientos que se empeña en contarme quién soy.

Es una forma más de usar la técnica budista para no aferrarnos a lo que pensamos y que consiste en la observación de la mente. El deporte y la meditación me siguen enseñando más sobre la vida que casi todo lo demás. Y cuando camino por la montaña no es sólo un sendero el que se abre ante mí. En medio del monte se despliega también el espacio mental y ahí, justo en medio, el camino.

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