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Ilustración de cocina, portada del recetario alemán 'Ein new Kochbuch', 1581.
La olla, mejor podrida

La olla, mejor podrida

Gastrohistoria ·

Que «podrida» venga de «poderosa» es un camelo, pero sí que es cierto que este suculento cocido español conquistó los paladares de medio mundo hace más de cuatro siglos.

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Viernes, 18 de mayo 2018, 17:18

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«Con la O, antiguo cocido típico del Siglo de Oro». La mayoría de españoles, estén en un concurso o no, sabrían responder con entusiasmo que hablamos de la olla podrida. Ya sea por su nombre singular o por las lecturas escolares de El Quijote (menudos desvelos despertaba en el tragón de Sancho Panza), la olla podrida es seguramente la única receta antigua de nuestro país que conoce el gran público. Tanto, que si surge el tema con toda probabilidad habrá alguien que cuente que el origen del tal plato amiga se remonta a la adafina judía y que «podrida» viene de «poderida», como sinónimo de poderosa.

La relación con el hamin o adafina, cocido que preparaban los judíos entre los rescoldos para no tener que encender fuego en sábado, podría ser cierta. Al fin y al cabo, todos los potajes y pucheros están relacionados entre sí y usan un mismo método de cocción. Lo de meter varias cosas en un caldero con agua cocinando todo a la vez es más viejo que la tos y si antes de que naciera la olla podrida existió la adafina, también anduvieron por aquí la olla morisca, la escudilla de legumbres y diversos tipos de potajes llamados «olla» a secas, significando siempre la manduca hecha en una ídem.

Lo de poderida es otro cantar, más falso que una moneda de tres euros; repetido hasta la saciedad e incluido en todos los libros que ustedes quieran, sí, pero falso. Al menos (consuélense si también han caído en él) es un mito con pedigrí, divulgado por autoridades tan respetables como Sebastián de Covarrubias, quien en su 'Tesoro de la lengua castellana' de 1611 daba dos teorías sobre la etimología de la olla podrida: una propia y otra ajena, debida al médico italiano Andrea Bacci. Éste había publicado poco antes 'De naturali vinorum historia' (1596), un libro sobre vino en el que incluía su propia versión versión sobre el famoso pudrimiento de nuestra olla. Según él, aquel plato español se llamaba así debido a una corrupción de la palabra «poderida» o lo que es lo mismo, poderosa. No sabemos quién le contó esto al señor Bacci pero no tiene ni pies ni cabeza. Para que esto tuviera sentido debería existir una fase previa en la que los españoles usaran los términos «poderida» o «poderido», y no aparecen por ningún lado. En ninguna obra del corpus histórico del castellano. Rien de rien, ná de ná.

Covarrubias incluyó la teoría de Bacci en su diccionario y las generaciones posteriores optaron por creérsela a pies juntillas, a pesar de que justo antes contaba la versión buena: «Púdose decir podrida, en cuanto se cuece muy despacio, que casi lo que tiene dentro viene a deshacerse y por esta razón se pudo decir podrida, como la fruta que se madura demasiado». De hecho, la misma Real Academia Española sigue admitiendo como significado de pudrir el «hacer que una materia orgánica se altera y se descomponga», que es lo que ocurre cuando se cuecen prolongadamente los ingredientes en la olla. Si en vez de leer tanto latín Covarrubias hubiese optado por el inglés no habría liado la que lió, ay. Quizás si hubiese leído los diálogos bilingües de John Minsheu (Pleasant and delightful dialogues, 1599) hubiera sabido que «la llamaron olla podrida porque así como en un muladar se pudren cosas diferentes, y de todas se hace la basura, así la olla, que es compuesta de muchas cosas, se viene a hacer guisado o potaje».

Noventa ingredientes y una olla

Esas muchas cosas con las que la olla podrida se elaboraba eran verdaderamente multitud, así que no es de extrañar que triunfara la idea de que su nombre derivaba del poderío o riqueza de quien se la podía permitir. Carne de vaca, carnero, gallina u otras aves, jamón, tocino, longanizas, legumbres, verduras y especias componían un potaje ilustrado y suculento que era el orgullo de los privilegiados y la envidia de los pobres.

Sea cual fuera su origen exacto, la olla podrida comenzó a aparecer en la literatura castellana a mediados del siglo XVI como símbolo de comida rica y heterogénea. Un plato tan dispendioso no podía pasar desapercibido y pronto fue conocido en toda Europa gracias a la relevancia y la expansión del imperio español. La olla podrida apareció antes en los recetarios extranjeros que en los nuestros: en 1570 Bartolomeo Scappi, cocinero del papa Pío V, la incluyó en su famosa 'Opera dell'arte del cucinare'. La suya, que copió el español Diego Granado de cabo a rabo en 1599, llevaba tocino, jamón, morros, orejas y patas de cerdo, longanizas, carne de carnero, ternera y vaca, capones, gallinas, pichones, liebre, perdices, faisanes, ánades, tordos, codornices, francolines, garbanzos, alubias, cebollas, castañas, repollos, nabos, salchichas, pimienta y canela. Parece una barbaridad pero Scappi se quedó corto comparado con el alemán Marx Rumpolt, que en 1581 publicó su 'Ein new Kochbuch' con una receta de «hollopotrido» que lleva nada menos que noventa ingredientes. Por algo decía al final que «es buena para reyes y emperadores, príncipes y señores». Así cualquiera.

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