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Tendrán que pasar aún muchos años para que determinados personajes públicos puedan ser estudiados con la frialdad y objetividad que precisa cualquier análisis histórico mínimamente riguroso. Porque de momento, lo que pesa es la inmediatez, y sin la distancia temporal requerida muy pocos superan el examen. Es evidente que en José Luis Rodríguez Zapatero no concurre dicha circunstancia, no hace tanto tiempo desde que dejó la presidencia del Gobierno. Y lo que en su caso es peor, sigue políticamente activo, ahora en el ámbito internacional. Así que con toda seguridad esta columna no es desapasionada sino todo lo contrario, porque, por una parte, el recuerdo de su paso por la Moncloa es muy reciente y, por otra, últimamente nos desayunamos con informaciones sobre sus andanzas en Venezuela y su apoyo a ciertos dirigentes latinoamericanos. Tras regalar un balón de oxígeno a un sátrapa como Maduro, su última proeza consiste en apoyar la reelección de Evo Morales en un acto público en el que compartió mesa con la izquierda radical, es decir, con Pablo Iglesias y Alberto Garzón, exhibiendo una complicidad con el primero que hace innecesario cualquier comentario y que explica su toma de postura en la crisis venezolana.

Pero si su aventura exterior nos presenta a un político cómplice de regímenes extremistas, última frontera de un socialismo caduco y superado, un breve repaso por su etapa al frente del Ejecutivo español lo señala como responsable de gran parte de los males que en estos momentos afligen a España. Empezando por la mal llamada «memoria histórica», un primer paso para dinamitar los logros de la Transición y reabrir las heridas de la guerra civil y la dictadura, una iniciativa que al cabo de los años ha encontrado en los podemitas sus más fervorosos seguidores. Siguiendo por la ligereza con la que afrontó el envite catalán, ya saben, el famoso «aceptaré lo que venga del Parlament», y lo que vino fue un nuevo Estatut que pretendía poner los cimientos de la futura república. Y finalizando por su ceguera electoralista para no querer ver los signos de una crisis económica que ya era evidente y que exigía medidas de prevención, no la negativa suicida. Todo ello sin olvidar su tendencia a hacer una política caracterizada por los gestos de cara a la galería, el lenguaje políticamente correcto y la elaboración de una ingeniería social que con la excusa de proteger los derechos de las minorías iba cercenando los de las familias tradicionales, arrinconando un modelo que interesadamente y de forma torticera se hacía confundir con la derecha y con la Iglesia. Este es el resumen del mandato de un hombre cuyas secuelas aún se dejan sentir en toda España. Y que ahora viaja. Pobre Venezuela, pobre Bolivia.

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