LA VIDA DEL PORTERO
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Tengo una manía. Cada vez que estoy en una tienda de deportes me pruebo unos guantes de portero. Me llena. Soy feliz con ellos puestos. Me fascinan sus materiales. La parte interna de la manopla, la liturgia de ponérselos, el arañazo del velcro al despegarlo. Son segundos en los que imagino estar en el arco, en pleno partido. Allí, en pleno pasillo del centro comercial a los ojos del resto de clientes, para ser juzgado como un chalado, como un tarado rebosante de felicidad. Yo de pequeño sólo quería ser una cosa: portero de fútbol. Nunca quise ser ni periodista ni médico ni futbolista. Solo portero. Mi padre agotó la existencias de guantes de la tienda de deportes de la urbanización Torre de Porta-Coeli. Todavía me acuerdo de la combinación de colores de cada par: amarillo-verde, azul oscuro y blanco, rojos y azules... Dormía y comía con ellos puestos. Mi padre siempre me decía: «Ves a por el balón como si fuera un billete de mil duros». El frontón de mi abuelo siempre fue el campo de fútbol improvisado, con las porterías dibujadas con tiza y con hormigón como césped. Allí jugábamos los Andreu -hijos de aquel futbolista que pasó por Mestalla, Hércules y Alcoyano-, Chache, Edu y Chus, y mi hermano. Ser portero es ser diferente. Curte. Javier Iranzo, el hermano del eterno Jorge, me regaló esta temporada un cromo de José Manuel Sempere con la camiseta del Espanyol. Me lo entregó forrado en plástico, nuevo, como el primer día. Lo tengo guardado como un tesoro. En los álbumes de la Liga mis cromos preferidos eran siempre de cancerberos. Mi afición por el fútbol explosionó en los tiempos de Vicuña y Basauri en el Osasuna. Con la llegada del hondureño Arzu al Rácing para luchar con Alba. Los días en los que un tal Barroso era suplente de Esnaola y donde Burgueña y el malogrado Gallardo luchaban por la portería del Málaga. Lozano despuntaba en el Salamanca, Capó guardaba la valla del Sabadell y Maté en el Celta. Manolo y Pérez en El Insular, mientras Fenoy en el Valladolid tras cerrar su etapa en Vigo. Zubizarreta desplazó a Cedrún y en Barcelona la pugna estaba entre Urruti, Artola y Amador. El Real Madrid tenía porteros bigotudos como Miguel Ángel y García Remón con Agustín pidiendo paso. En el Atlético estuvo Navarro y en Gijón uno de los Castro y Rivero. Arconada era el ídolo de todos y en Valencia la portería pasaba de mano en mano, entre Sempere, Manzanedo, Pereira y Bermell. Un día Cañizares me retó por twitter a adivinar uno de los porteros que jugó con él en el Calvo Sotelo, y a la primera le dije que Huguet. Bingo. Me fascinan los porteros. Tipos raros con rituales extraños, que danzan entre el fracaso y el éxito en un alambre como es la línea de gol. Soy del Valencia, confeso y convencido, pero actuaciones como las de Sergio hacen que el fútbol que adoro valga la pena.
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