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La verdad

Los inútiles esfuerzos dirigidos a dividirnos obrarían milagros si fueran en la dirección contraria

CÉSAR GAVELA

Miércoles, 23 de agosto 2017, 08:37

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Los políticos nacionalistas inventan fronteras, manipulan la historia, eluden evidencias y nunca se cansan. Siempre están en vilo y se parecen mucho a los psicópatas. Pero ya dijo hace casi un siglo Pío Baroja que el nacionalismo era una enfermedad que se curaba viajando. Y aunque el mundo actual es muy diferente al de entonces, el nacionalismo secesionista del País Vasco o de Cataluña sigue siendo el mismo, sustancialmente. De ahí el hartazgo que la mayoría de los españoles sienten ante la espiral de peticiones nacionalistas que llegan de las comunidades que tienen otro idioma propio, además del español. Porque el idioma es el elemento decisivo, como bien saben los políticos insolidarios, siempre tan cercanos a la docencia convertida en arma de división y adoctrinamiento.

Ahora bien, la realidad de España es muy diferente a la que dibuja el secesionismo. Basta con viajar por Iberia, algo muy habitual ahora, en pleno verano. He tenido la oportunidad de recorrer la nación varias veces en estos últimos meses, he visto a muchas gentes y ciudades, he escuchado distintos idiomas, dialectos y acentos, y la conclusión es abrumadora: somos un país muy parecido en lo social y mucho más unido de lo que perpetran los ejecutivos de la sedición, y sus capataces comarcales. España es hoy infinitamente más homogénea que hace cien años, cuando las distancias, la pobreza, el desconocimiento y otras carencias hacían que un señor de Zamora, pongamos, y otro de Girona fuesen mucho más diferentes que ahora.

España es un entramado social, familiar e interpersonal que se antoja invulnerable. Más de quinientos años de convivencia hacen de la sociedad española no solo una de las más antiguas del mundo, sino una de las más cohesionadas en sus valores, costumbres, pasado y esperanza. Hablar de plurinacionalidad, como ahora defiende el siempre errático Pedro Sánchez, es una sandez impropia de una persona documentada. ¿Son una nacionalidad los casi dos millones de magrebíes que viven en España? ¿Y el medio millón de británicos? ¿Y de qué nacionalidad son los que hablan castellano en Cataluña? En fin, mejor no seguir por este desatino.

España es una vieja costumbre, una larguísima convivencia, una fecunda variedad. Una resistencia invencible. Los inútiles esfuerzos dirigidos a dividirnos obrarían milagros si fueran en la dirección contraria: la de la convivencia, el respeto, la armonía social y la curiosidad por la enorme riqueza cultural de las comunidades españolas. Lo tenemos todo para ser una gran nación, que somos por otra parte. Solo la ceguera, el odio y el complejo de superioridad de un minoritario y radicalizado sector de la sociedad española insiste en el error. Es una lástima, aunque lo bueno es que esas gentes no lograrán destruir la unidad estatal. Ni la convivencia ciudadana.

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