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A lo que vamos

FELIPE BENÍTEZ REYES

Sábado, 5 de mayo 2018, 09:22

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Los razonamientos tienen muy buena fama, a pesar de la tendencia natural de los razonamientos a convertirse en irracionales. Valoramos la capacidad de reflexión sin pararnos a reflexionar que no reflexiona quien quiere, por mucho que quiera, sino quien puede, y aun eso si tiene un buen día. Defendemos nuestras creencias incluso cuando, más que creencias, sean meras ocurrencias, ascendidas a dogmas por el privilegio de ser nuestras y no de nuestros antagonistas. Andamos en eso: en el imperio de la Razón Individual, que viene a ser una forma como cualquier otra de volvernos todos un poco locos.

Por exceso de información, se impone la paradoja de que cada vez estamos más desinformados. Por exceso de opinión, ninguna opinión vale nada. Curiosamente, la conjunción de esas dos circunstancias no nos refrena el afán de opinar incluso sobre lo que desconocemos, ya que al fin y al cabo la opinión puede preceder a la información: donde se ponga una conjetura que se quite un dato. Parece como si le hubiésemos dado la vuelta a la máxima célebre de Sócrates, y nos decimos: «Sólo sé que sé de todo», sabiduría general que afecta al conjunto de los órdenes tanto abstractos como tangibles de nuestro mundo. Vivimos, como quien dice, en el núcleo del Logos.

Para arreglar las cosas, y tal vez como método de supervivencia comercial, un sector de la prensa ha decidido instalarse en el amarillismo bajo el disfraz del rigor moralizante, de modo que mucha información deriva en espectáculo, en atracción de feria para el público ansioso de emociones exaltadas: la realidad como materia narrativa acogida al patrón del tremendismo, hasta el punto de que un mismo periodista puede poner un día el grito en el cielo por la implantación de la prisión permanente revisable, al entender que el paso por un presidio debe tener consecuencias correctoras y no motivaciones vengativas; al día siguiente puede rasgarse las vestiduras porque le parece poca la pena impuesta a un reo o a una manada de ellos y al otro día puede estar promoviendo la alarma por la puesta en libertad, tras cumplir 20 años de condena, de un violador múltiple.

Por lo demás, ve uno un debate televisivo y se admira del aplomo sapiencial de los tertulianos, hasta el punto de preguntarse si no sería conveniente encumbrarlos a gobernantes por aclamación popular, al estar ellos en posesión no sólo de la fórmula instantánea para transformar la distopía presente en una utopía cumplida, sino en posesión también de los poderes proféticos de la Virgen de Fátima. Tenerlos ahí, desaprovechados, limitados al ejercicio del blablablá en vez de darles las riendas de este país de naciones -o lo que quiera que sea-, no puede interpretarse sino como una prueba más, en fin, de nuestra desorientación.

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