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Valor antropológico de la vida cristiana

PABLO CABELLOS

Martes, 5 de diciembre 2017, 13:43

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Voy a volver de nuevo al Conde Lucanor, obra bien conocida del Marqués de Santillana y muy preferida por Del Bosque, excelente preparador de la selección española de fútbol. Se lee allí que la Verdad pactó con la Mentira para andar las dos a la par -con esa suerte de complejo arrastrado en ocasiones por la verdad- a condición de plantar un árbol nuevo y la Verdad se ocultara en las raíces mientras la mentira crecería en las ramitas. Se puede leer allí: Cuando las raíces desaparecieron (del árbol común pactado), estando la Mentira a la sombra de su árbol con todas las gentes que aprendían sus artimañas, se levantó viento y movió el árbol que, como no tenía raíces, muy fácilmente cayó derribado sobre la Mentira, a la que hirió y quebró muchos huesos, así como a sus acompañantes, que resultaron muertos o malheridos. Todos, pues, salieron muy mal librados.

La Verdad se metió bajo tierra para vivir, pues allí estaban las raíces que ella había elegido, y la Mentira permaneció encima de la tierra, con los hombres y los demás seres vivos. Y como la Mentira es muy lisonjera, en poco tiempo se ganó la admiración de las gentes, pues su árbol comenzó a crecer y a echar grandes ramas y hojas que daban fresca sombra; también nacieron en el árbol flores muy hermosas, gratas y de muchos colores. Hasta que bamboleado el árbol por un recio vendaval, sólo quedaron raíces: la Verdad. Ni siquiera voy a aprovechar el relato para la alusión al valor antropológico de la vida cristiana como el único existente, pero advertiré desde el principio, para no sufrir la repulsa de Patronio, que sí me parece el más completo.

Inicialmente pienso en aquello que se suele conocer en obras de psicología, ética o moral cuando distinguen entre actos del hombre y actos humanos, siendo los primeros aquellos que efectivamente son ejecutados por el ser humano, pero sin el necesario conocimiento, deliberación y ejercicio de la voluntad y, por esta razón, actos no libres. Son verdaderos actos humanos aquellos que gozan de los citados ingredientes. Por lo mismo, y sin juzgar a nadie, no tengo en cuenta en lo que opino a continuación los que son puramente actos del hombre y no verdaderos actos humanos.

Lo primero que debo decir es que he parafraseado el título de estás líneas de algo escrito por Monseñor Ocáriz en una genial carta (sencilla, profunda, con lenguaje muy actual) fechada el pasado 14 de febrero. Allí se invita textualmente «a redescubrir con luces nuevas el valor antropológico y cristiano de los diferentes medios ascéticos» (los empleados para el lance cristiano, como el trabajo el cuidado de la familia, las prácticas de oraciones y vida sacramental...). Y es así porque la vida cristiana -si se me permite expresarlo de este modo- sería muy imperfecta si no tuviera en cuenta al hombre, tan necesario que las virtudes teologales que exige (fe, esperanza y caridad) serían un vestido elegante y transparente que deja ver los paños menores. El cristiano demanda antes al hombre.

Cristiano es sencillamente quien, habiendo recibido el Bautismo, se compromete en la identificación con Cristo. Y Jesús de Nazaret, además de ser el Hijo de Dios, se encarna, asume todo valor humano, es hombre verdadero y no un simulacro de ser humano. Seguir las huellas de Cristo en esta tierra postula mirarlo para aprender de su escondimiento humilde en la vida oculta, de su trabajo sencillo de artesano, de sus miradas y gestos, de la faena incesante -como la de carpintero- en su vida pública para curar almas y cuerpos, para fijarse en las necesidades de todos y cada uno, para buscar a los hombres como al pecador Zaqueo, a la samaritana, a la mujer adúltera o al ciego del camino de Jericó. Conmueve su llanto por el amigo muerto -Lázaro- o resucita embargado por la emoción al hijo de la viuda de Naím. No sobrevuela sobre ninguna cuestión humana. ¡Qué gran antropología la de Cristo!

Pero también deseo resaltar que todo hombre -a través de los actos humanos- o porque sigue un determinado pensamiento social, económico, cívico o político tiene una antropología respetable, que deberíamos estudiar, al menos en la causa por lo que conectamos con ella, o tal vez con lo no concordante, para estudiar la razón. Para dejarnos aconsejar o ayudar en una mejor compresión de unos modos de resolver aunque no sean los nuestros. Me atrevería a decir que discrepar sin tratar de comprender no es cristiano, aunque después pueda sostenerse civilizadamente la divergencia. No parecen útiles para nada las enmiendas a la totalidad, porque no hay totalidades intrínsecamente desechables.

Escribió la gran Teresa de Jesús: «Busquemos siempre mirar las virtudes y cosas buenas en los otros y cuando veamos sus defectos, mirarlos con la humildad de tener presente nuestros grandes pecados... y en la duda, es mejor tener a todos por mejores que nosotros...» ¡Gran pensamiento!, que cuesta esfuerzo vivir pero que sin duda, cuando menos, mejoraría nuestra convivencia, porque concertaría comprensión y respeto.

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