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La tentación no vive arriba sino en la calle, ese terreno propicio para los populismos salvadores que cuando se ven en la tesitura de gestionar la Administración pública se dan cuenta de la diferencia entre hacer oposición y gobernar, de la enorme distancia que separa sus promesas a veces pueriles de las magras realidades que pueden cumplir y presentar ante los electores, lo cual les genera frustración y enfado en un primer momento para empujarles a continuación a regresar al espacio de donde venían, la pancarta, la manifestación, la protesta contra algo o contra alguien. Recuerden las movilizaciones ciudadanas contra los desahucios durante los últimos años de ayuntamientos de grandes capitales en manos del PP, con Ada Colau o Mónica Oltra en cabeza de las mismas denunciando la dejación y el olvido por parte de los consistorios hacia la pobre gente que se quedaba sin hogar por la codicia de los bancos y la mala gestión económica de los populares. Ha pasado el tiempo, gobiernan estas urbes desde hace dos años y medio y sigue habiendo tantos o más desahucios, sólo que ahora ya no salen a la calle a protestar, parece que ya no son culpa de la codicia de los bancos ni de la mala gestión que en este caso y siguiendo su razonamiento anterior sólo sería achacable a ellos mismos... La gestión administrativa es lenta y compleja, a menudo ingrata, poco dada al lucimiento. Se necesitan muchos años en el poder y una coyuntura económica favorable y prolongada para poder llegar a ver resultados de unas políticas de un signo determinado. Pero en los tiempos de las redes sociales y la aceleración de las reacciones, los gobernantes sufren de una impaciencia incontenible. Y como quiera que ya pasó la etapa de alegrías presupuestarias apenas queda resquicio para inversiones aparentes, obras de calado, proyectos transformadores. La conclusión de todo este proceso es que los partidos y los políticos de corte populista acaban volviendo a sus orígenes, a la pancarta, donde por otra parte se sienten más cómodos, en su hábitat natural. Y siempre hay un enemigo al que culpar. Maduro responsabiliza de las penurias que sufren los venezolanos a una conspiración internacional contra la revolución bolivariana. Puigdemont acusa al Estado español de perseguirle, a él y a todos los independentistas, hasta el punto de que no ha tenido más remedio que salir corriendo rumbo a Bruselas... Siempre hay un malo que puede ser señalado. Llevemos cuidado con los discursos de la afrenta permanente, de la falta de cariño, de la discriminación por razón de nuestro ADN. Son de consumo fácil y de cara a la galería (Espanya ens roba, Madrid nos desprecia...) pero muy peligrosos. Y suelen servir para esconder una gestión ineficiente, cuando no fracasada.

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