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Radicales independentistas han pintado en el comercio de los padres de Albert Rivera, líder de Ciudadanos, «No és vostra terra». Claro, si no piensas como ellos no eres un buen catalán, no eres de allí, eres un extranjero. Este razonamiento (nunca peor dicho) no es muy novedoso que digamos, es el propio de cualquier ideología totalitaria, de todos los regímenes dictatoriales que el mundo ha conocido. Los buenos alemanes eran los nazis, los buenos soviéticos eran los comunistas, los buenos españoles eran los franquistas, los buenos vascos eran los proetarras, los buenos argentinos los peronistas, los buenos cubanos los castristas... Quien no está conmigo está contra mí. Y si está contra mí, en un primer momento la intolerancia lo aparta, lo excluye, lo arrincona, pero a continuación ya no se conforma con eso y pasa a querer tirarlo, a arrojarlo fuera del territorio, o, llegado el caso, a mandarlo a un campo de concentración, a un gulag. El odio al diferente es uno de los grandes males de nuestro tiempo, de sociedades supuestamente avanzadas y que, sin embargo, dan síntomas no ya de cansancio sino de hartazgo existencial, de colapso de civilización. Hay que volver a leer a Jared Diamond. El pobre -lo ha escrito Adela Cortina en su último libro- genera rechazo porque es pobre, el inmigrante porque viene de fuera y a saber qué querrá, pero la intolerancia no se circunscribe a grupos o colectivos más o menos identificados sino que extiende sus tentáculos y atrapa incluso a aquellos que dicen combatirla. Los nacionalistas que construyen un relato basado en su superioridad racial, moral, cultural o profesional consideran que los demás están por debajo. Los catalanes somos mejores, más trabajadores y emprendedores, mientras que los españoles son vagos y perezosos. Este mensaje está en la base del discurso soberanista. Nos vamos no sólo porque no nos quieren sino porque además nos conviene, viviremos mejor, seremos más felices, ganaremos más. Pobre FC Barcelona, en mitad de aquel ambiente viciado, imposible, asfixiante, obligado a retratarse para no ser señalado. Pobre Espanyol de Barcelona, sitiado por llamarse como se llama. Pero ojo, no nos creamos que todos los problemas están en el mismo sitio. Pobre Atlético de Madrid, que sufre el cerrilismo de aficionados que arrancan placas en su nuevo estadio dedicadas a jugadores que cometieron el pecado de marcharse del club colchonero al Real Madrid, como Hugo Sánchez. ¿No llegó al entonces Calderón procedente de otro equipo o se creen que al nacer en México ya era rojiblanco? Pobres todos en manos de grupos de hinchas fanáticos que en lugar de animar lo propio insultan lo contrario. Qué pena que el mundo del fútbol sea terreno abonado a todo este tipo de radicales.

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