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JUAN CARLOS VILORIA
Lunes, 4 de septiembre 2017, 10:25
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Durante estos últimos años ha funcionado en Cataluña una intensa 'agit-prop' orientada a resaltar sus diferencias con el resto de España. Como lluvia fina o chubasco tormentoso ha ido empapando a los ciudadanos de esa comunidad (el alcalde de Blanes equiparó España al Magreb y Cataluña a Dinamarca). El relato predominante ha dado por supuesto que existe un derecho natural a revocar unilateralmente la pertenencia a la nación española. Ese derecho natural se legitimaría en la identidad particular derivada de una lengua propia y el deseo ancestral de vivir separados de España siempre reprimido por la metrópoli. Esta crónica simplificadora y postiza de la realidad, no ha tenido un contrapeso -ni dentro ni fuera de las cuatro provincias- del mismo nivel e influencia y accesible a la opinión mayoritaria de la población.
Así que, ante el 1-O, el relato dominante es que se confronta la «voluntad democrática» de un pueblo contra la represión de la madrastra España que esgrime leyes arbitrarias, tribunales políticos y otros 'artefactos' de carácter represivo. Eso por el lado jurídico-político. En el ámbito de los sentimientos, la empatía, la complicidad o el proyecto de un futuro en común, el balance no es más alentador. Al contrario. La imagen de lo español se ha asociado machaconamente a la fiesta de los toros (tortura y maltrato), al Real Madrid (prepotencia, favoritismo) al supuesto vilipendio de la simbología identitaria catalana (lengua, cultura). Los tópicos costumbristas de la eterna porfía regional en España se han elevado a categoría de realidades y hechos diferenciadores que justificarían la quiebra de una nación. Nadie conoce a ciencia cierta lo que nos deparará el terremoto del 1 de octubre. No es fácil ser optimista. Pero de lo que no cabe la menor duda es que el 'procés', es decir, el ensayo general de secesión inconstitucional, dejará huella.
El arado de los independentistas ha ido abriendo un surco profundo. No es imprescindible ser partidario de la separación para que en el argumentarlo doméstico de muchos ciudadanos que viven en Cataluña haya cuajado la imagen de que España es un país de corruptos y ladrones. Que la pandereta es el deporte nacional y que Franco sigue inspirando a la clase política en general. El canibalismo de los partidos 'madrileños' ha facilitado la tarea a los propagandistas de Omnium Cultural o la Asamblea Nacional de Cataluña. La designación de alguien como 'español' se ha convertido en un gesto de desprecio más allá de ideologías o alineamientos políticos. Nadie quiere ser español. Todo menos español. Y una vez iniciada la tarea de demolición de la Transición los agitadores 'indepes' en Cataluña no han tenido más que enlazar directamente el franquismo con el 'marianismo'. La marca España en Cataluña está bajo mínimos y pase lo que pase en octubre costará años reconquistar.
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