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Directo Los valencianos acuden en masa a ver a la Virgen en el último día de Fallas

REMATES EN EL SALÓN

MIQUEL NADAL

Lunes, 23 de octubre 2017, 10:10

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Dejaremos en la frivolidad que en la misma jornada de la temporada pasada buscáramos toda clase de oraciones, para ahuyentar el miedo al descenso, y sin embargo este año asumamos el papel del grande pródigo que vuelve a merodear por las alturas de la tabla. Los forofos irresponsables salivan ya con el aroma de los títulos, y los forofos racionales, entre los que me cuento, nos preparamos para el momento en que puede que se fastidien las cosas. Mientras seamos el visitante simpático, del caray, que ya ha vuelto el Valencia, no sucederá nada extraño. En el momento que alguien presente credenciales y aspiraciones exageradas llegarán las expulsiones y los penaltis inesperados. Por eso no será malo poner la sordina a las expectativas. Es mejor albergarlas en secreto, poniendo cara de extrañeza, y cuando no se den cuenta, al final de la temporada, haciéndonos los remolones, como si tal cosa, cuando ya nadie pueda fijarse en nosotros, asaltar las vitrinas, que ya va siendo hora, y un título el año próximo la mejor manera de iniciar la 'despertà' del Centenario. Ahí lo dejo. El momento de la decepción no ha llegado todavía, y si repasamos el partido en el Benito Villamarín, nos daremos cuenta de que a veces la distancia entre el éxito y el fracaso, entre un domingo exultante y un lunes de perros, es una leve coincidencia del balón con el defensa en el tiro de Santi Mina, que otros años hubiera ido fuera. Sin jugar a exorcismos ni a experiencias paranormales, del 3-5 de Zaza hay que quedarse con ese tirón muscular que a mi juicio trae su causa de los miles de tiros equivalentes, levantándonos del sillón, que rematamos los mismos miles de valencianistas, aun a riesgo de golpear miles de mesas, con la esperanza infantil que a veces nos asiste a los hinchas de que los jugadores nos escuchan desde el terreno de juego, y que nuestro grito de no encerrarnos o de vamos hacia delante tiene un impacto telepático en el césped. No es fanatismo. Es la bendita inocencia, sin maldad, que se agota en sí misma, y no hace daño a nadie, como corresponde a lo que tendría que ser el territorio del fútbol. Si somos familia, como reza el objetivo del club, sobran gradas que importen el miedo, oscuras, como si estuviéramos en los Balcanes. Cambiará la arquitectura de los estadios, la higiene de los aseos del campo, la propiedad de las acciones, el color de las camisetas, y no es verdad, no será que los que animan siempre están presentes, que esos afortunadamente pasarán. Inalterables, rocosos, estarán los remates en el salón a distancia, los abrazos con los hijos que compensan tristezas pasadas, la vuelta a imaginar desplazamientos, los gritos por el pasillo que hacen ladrar perros del vecindario. Refrescar una y otra vez en Internet la clasificación.

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