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Quebré el tradicional encierro en la palocueva durante una tarde festiva porque me entró el mono de hamburguesa a la parrilla y necesitaba comprar carne picada. Se me antoja un verdadero lujo vivir en la ciudad y disponer de una chimenea. Creo que ese es mi mayor éxito en la vida. Me anclaron hace años una chimenea de diseño contra la pared y me traen mil kilos de leña todos los inviernos. Cualquier actividad que efectúes en casa bajo el reflejo de los troncos ardiendo adquiere mayor jugo, ya sea leer, confraternizar con la persona amada o contemplar un clásico un blanco y negro.

Y lo mejor de todo viene cuando, vestido en plan casero con ese medio chándal que todos tenemos y esa camiseta pollosa que publicita un fertilizante agropecuario, rebajas el pulcro diseño de la chimenea colocando longanizas, chuletitas o hamburguesas sobre las brasas. Ah, qué gusto amigos, eso sí es pura vida. Bueno, pues como les contaba salí la tarde de una jornada festiva para lograr suministro cárnico en el supermercado de los céntricos grandes almacenes y flipé con la marabunta de gente que colapsaba las calles picoteando en las tiendas. Y llevaban bolsas, que me fijé. Y lucían rostro feliz y sus ojos irradiaban el tonificante fulgor consumista que apacigua nuestras tristezas. Los expertos afirman que estamos tirando de crédito porque los sueldos no han subido. No discuto su diagnóstico, sólo constato el actual frenesí comprador y lo achaco a la década negra que hemos soportado. El personal, tras tantos años lóbregos, ante la mínima esperanza y ese leve viento a favor que sopla contra nuestra nuca, harto de las angosturas y los rigores, se ha lanzado de cabeza a la orgía del consumo y esto me parece razonable. Precisamos del desparrame para sentirnos vivos. Por cierto, la hamburguesa de carne Angus, cojonuda.

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