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Que no seamos esto

LORENZO SILVA

Martes, 15 de mayo 2018, 15:26

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Uno llegó hace tiempo a la conclusión de que debía dejar atrás la interacción en redes sociales. En el único perfil que no ha abandonado se limita desde hace meses a colgar anuncios y artículos, para quien pueda tener interés en ellos, sin aspirar a mantener a través de la red conversación alguna con nadie. A esos efectos, tiene desde antes de que aparecieran Facebook o Twitter una página web con buzón público, pero sobre todo -y desde siempre- la mejor y más honda manera de hablar con otros que ha inventado el ser humano: leer y escribir libros.

Sin embargo, y ya que las redes sociales, nos guste o no, han pasado a formar parte de la difusión de noticias y de la construcción del discurso público, se impone hacer algún que otro muestreo de lo que por ellas circula, para mejor tomarle la temperatura a la comunidad de la que uno forma parte. Y cada vez que uno hace ese ejercicio, aparte de experimentar una desgana creciente y un interés menguante por lo que se dice y cómo se dice, observa síntomas alarmantes de descomposición, tanto de la ética como de la estética del mensaje. Síntomas que uno quisiera creer que sólo lo son del deterioro cognitivo de quien lo ha tecleado, pero que a ratos hacen temer que sean indicador de una devastación moral e intelectual de alcance más general.

Sirva, como muestra, lo que se ha podido leer en una de las redes sociales más populares, Twitter, a lo largo del lunes 14 de mayo de 2018, fecha de proclamación de Quim Torra como 131º president de la Generalitat por la gracia de Carles Puigdemont; un acontecimiento que se ha mezclado en los timelines con otros que ya colean de antes, como la sentencia contra la Manada o el apaleamiento de los guardias civiles de Alsasua, y con la cólera por los exabruptos de algún comunicador incendiario.

El resultado del cóctel no puede ser más desolador. Bien es cierto que los tuits racistas y supremacistas del nuevo president -o lo que Puigdemont le deja que sea- ya daban un pie torcido a la conversación. Y no es menos cierto que los otros asuntos, caracterizados por el avasallamiento de seres humanos a cargo de otros, no invitaban precisamente al intercambio reflexivo y respetuoso de pareceres. Pero el caudal de insultos, resentimiento y vitriolo que circula por las cañerías del pajarito azul da la sensación de una sociedad al filo del abismo de la confrontación civil: un país enfermo en el que hemos elevado el desprecio hacia el otro, con general entusiasmo, a cotas apoteósicas.

Lo único que puede impedirle a uno hacer planes para solicitar asilo en algún lugar civilizado es pensar que los productores de vómitos mentales que infestan las redes son una fracción marginal de la población. Que su influencia al final no es tanta. Que es posible, por favor, que no seamos esto.

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