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El pretil del río es una grada kilométrica. Improvisada y desencadenada. Un lugar en el que el fútbol se ve por tramos. Los que un día formaron los campos de tierra, eterna cantera de la ciudad, y ahora ocupan los alfombrados terrenos de césped artificial. Mi compañero de clase David Forés, un galgo por la banda y excelente músico hoy, jugaba en el Deportes Arnau. Un día me propuso ir a probar. Invitación que mi madre descartó. La espina me la quité tras salir rebotado de una prueba en el Parreta y encontrar acomodo en el cadete del primer E-1 Valencia que se creó. El Júcar y el Rumbo formaron parte de mi educación futbolística junto al petril. En mis paseos familiares río arriba y río abajo. Recuerdo el Pont de Fusta como pasarela de intermitentes aficionados que siempre tenían tiempo para una pausa de dos minutos y presenciar uno de los partidos en juego. De la mano de mi abuelo, en el tránsito hacia la estación de la Feve -aquellos recuerdos de trenes verdes con asientos de madera y lámparas de pera- o de camino a la plaza de la Virgen por la Casa de los Caramelos siempre había un momento para ver algo de fútbol. Fugaz, casi un instante, pero suficiente para colmar el deseo del día. El pretil del cauce del río fue y es encuentro de tertulia, de polvo en las botas, de balones recosidos y de piedra, mucha piedra. Donde el muro del cauce era una de las paredes del vestuario, donde el chorro era el agujero de la cañería y donde el agua caliente era un dulce sueño. El suelo de cemento, sin luz más que la natural que entraba por la puerta de hierro y donde la intimidad se reservaba a la parte del banco que ocupabas en el vestuario cooperativo. En esa pared de piedra, con las majestuosas Torres de Serranos de fondo, una pintada reivindicativa de los pueblos de interior que recuerdo con desajustes en mi memoria. Sin ser literal, vendría a decir: «Por una Serranía viva». El pretil del cauce del río guarda el secreto de miles de partidos, de fútbol anónimo, de goles imposibles y de rutilantes estrellas del fútbol de empresas. Una grada de generaciones, de abuelos y nietos, de niños que anudaron sus botas negras con miles de vueltas, de grasa de caballo. Hoy, cuando paseo junto al pretil o cruzó el renovado Pont de Fusta, vuelvo sobre los pasos de mi vida y fluyen los recuerdos de los campos de tierra, del trenet que me llevaba hasta la estación de Tránsitos, de las duchas frías, de mi abuelo y de mi tío, y de mi padre llegando en los últimos cinco minutos del partido para hacerme un gesto desde el pretil para que tuviera más velocidad en la ducha que por la banda derecha. Hoy el pretil sigue vivo.

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