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POBRE GRAN VÍA

La Feria del libro antiguo no merece tener que convivir con un gigantesco botellódromo que se transforma en urinario

Pablo Salazar

Valencia

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Domingo, 25 de marzo 2018, 10:37

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Pocas calles o avenidas valencianas reflejan tan bien como la Gran Vía Marqués del Turia lo que ha sido la ciudad en el último siglo y medio, la tensión entre crecimiento y conservación, el combate permanente entre lo viejo y lo nuevo y la no siempre afortunada convivencia entre estilos arquitectónicos y etapas creativas muy diferentes.

Trazada en el último tercio del XIX como límite del Ensanche con el que la ciudad antigua se había expandido más allá de las murallas derribadas, la Gran Vía se configuró como un bulevar con un espacio central ajardinado diseñado por Francisco Mora, el arquitecto del mercado de Colón. En sus márgenes, algunos de los mejores profesionales valencianos dejaron impronta de su genio artístico, desde Demetrio Ribes en el edificio que hace esquina con Ruzafa, hasta Javier Goerlich en el número 70.

El derribo de los viejos conventos dio paso a intervenciones con unas fachadas y, sobre todo, con una escala que rompía por completo el conjunto armónico de la avenida, dando lugar a los clásicos dientes de sierra típicos del Cabanyal y que también podemos encontrar en numerosos cascos históricos de municipios valencianos, donde junto a típicas casas de pueblo de dos alturas se levantan modernos inmuebles de ocho.

Además, como tantos otros ejes urbanos, la Gran Vía fue colonizada por el automóvil, quedando la parte central acorralada por un tráfico denso que hace casi imposible mantener una conversación sin tener que levantar la voz. De hecho, las terrazas que se instalaban en la zona ajardinada fueron desapareciendo.

A lo largo del año, la Gran Vía no suele acoger eventos pero justo para Fallas se instala la Feria del libro antiguo y de ocasión, una buena oportunidad de encontrar obras singulares, viejas ediciones y títulos descatalogados, así como de bucear entre cómics y revistas que marcaron una época. Pasear un sábado prefallero por la Feria es una bocanada de aire fresco al poder contemplar a gente joven y mayor, de todas las edades, parejas con sus hijos, familias enteras repasando libros, comentando esos míticos tratados de urbanidad que enseñaban desde cómo utilizar correctamente los cubiertos hasta cómo encabezar una carta, o admirando sorprendidos las postales en las que se puede contemplar la calle Colón con un frondoso arbolado. Pero cuando comienza la fiesta, cuando se da el pistoletazo de salida a las Fallas, las verbenas, las discomóviles, las churrerías, las 'food trucks' y el imperio de las salchipapas, la Gran Vía, el bulevar y la Feria del libro se convierten primero en un inmenso botellódromo y a continuación en un infecto urinario.

Así que si no pueden acabar con la insana costumbre de muchos jóvenes de aliviarse en un lugar público, al menos podían trasladar a otro espacio una Feria del libro que no merece tener que acabar conviviendo con el perfume que los días grandes inunda Valencia, el eau de meado.

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