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Cuando sobran las palabras más vale callar, pero, cuando ya están dichas, merece la pena repetirlas. Y es que, «para vivir no quiero islas, palacios, torres. ¡Qué alegría más alta: vivir en los pronombres! Quítate ya los trajes, las señas, los retratos; yo no te quiero así, disfrazada de otra, hija siempre de algo».

«Te quiero pura, libre, irreductible: tú. Sé que cuando te llame entre todas las gentes del mundo, sólo tú serás tú. Y cuando me preguntes quién es el que te llama, el que te quiere suya, enterraré los nombres, los rótulos, la historia. Iré rompiendo todo lo que encima me echaron desde antes de nacer. Y vuelto ya al anónimo eterno del desnudo, de la piedra, del mundo, te diré: Yo te quiero, soy yo.

Pedro Salinas aparece muchas veces incómodo en las imágenes. Mientras otros compañeros de la generación del 27 sonríen con gracia andaluza en las fotografías u ofrecen miradas enigmáticas o interesantes, el madrileño está a otra cosa. Sentado en el extremo de la silla, tieso en su traje de domingo o molesto con el retratista que le interrumpe mientras pensaba en algo para él importante.

Mientras otros compañeros de generación se unían a los bosques de banderas rojas, como Rafael Alberti, o lucían camisas nuevas bordadas con el yugo y las flechas, como Luis Rosales, a Salinas todo aquello le pilló con el corazón en equilibrio, acostándose cada noche junto a una mujer a la que había dejado de amar y escondiendo las cartas que se cruzaba con una estudiante americana de español.

El exilio le llevó a Estados Unidos, un país en el que también se refugiaron el viejo matrimonio de Federico García Rodríguez y Vicenta Lorca Romero, devastados tras el asesinato de su hijo. Gente que huye con su dolor entre los que calzan las botas del 'nosotros' que parece justificarlo todo.

El guiso burbujea y debe ser que nos da miedo mirarlo. El independentismo catalán sigue en su laberinto y decide dar la vara de mando a un minotauro racista y xenófobo, Quim Torra, para estrechar las filas y cortar el hilo que lleva a una salida.

Para una vez que Donald Trump estudia Historia, se lee la de la Jerusalén y el Templo de Salomón, dejándose por ojear el apretón de manos de Issac Rabin y Yasir Arafat con Bill Clinton entre medias. Putin recorre los imperiales corredores del Kremlin en un mesianismo con el que él es Rusia y Rusia es él, repartiendo mirada fría y mano de hierro.

«Sé que cuando te llame entre todas las gentes del mundo, sólo tú serás tú», aunque puede ser que esa voz se vuelva a perder entre el tumulto de himnos, aplausos unánimes y disparos de fusil. ¿Merecerá la pena elegir qué se defiende? Equivocarse, para la economía y la razón sale carísimo.

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