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Después de una tragedia, todo lo que no sea dolor resulta ridículo. La mayoría de los problemas que hacían perder el sueño la noche anterior se vuelven anécdotas, porque nuestra mirada del mundo cambia, sin que segundos antes del desastre notáramos que la realidad estaba a punto de dar la vuelta y nosotros con ella. Cuando esa tragedia es colectiva, resulta además imposible escapar a su onda expansiva de noticias en prensa, vídeos en los informativos, el aluvión de mensajes en las redes sociales... Las noticias que aparecieron esa mañana en las portadas de los periódicos, las que abrieron los matinales de las radios y las televisiones resultan ahora lejanas, anodinas, destellos de un artificio que se rinde ante el pulso de una realidad.

Huelgas, referendos, fichajes, olas de calor. Todo lo que no es vida deja la portada y pasa a páginas interiores, cuando no desaparece hasta que el viento deje de soplar y todo recupere sus tensiones cotidianas, cuando su profunda mediocridad. Somos un país acostumbrado a la desgracia con mano ejecutora y llevamos toda la vida empalmando criminales. Cambian las supuestas causas, evolucionan los métodos hacia una mayor simplicidad y un efecto aún más despiadado, pero el ser humano vuelve a demostrar que es capaz de causar el mayor daño, como también de luchar por impedirlo.

Al ver a los voluntarios ayudando a los heridos, a los sanitarios luchando sobre el pavimento o a los taxistas ejerciendo de improvisado servicio de ambulancias, no se puede olvidar a los policías y guardias civiles que han conseguido evitar muchos otros intentos de los que no hemos llegado a saber nada y han significado salvar miles de vidas que, quizás, nunca agradezcan ese esfuerzo.

En un mundo de economía de bajos costes, también el terror tiene su escuela y hace que con lo mínimo se pueda hacer más daño. Al precio de unos billetes de avión, se hunden las Torres Gemelas. Por el alquiler de una furgoneta, se arrasan Las Ramblas, el puente de Westminster, el paseo de Niza y muchos otros escenarios de ciudad y países musulmanes en África y Asia que, por la distancia y la pobreza, parecen tener el horror incluido en el sueldo.

Resulta complicado no identificar a estos últimos con los militares, policías y guardias civiles que en los años de plomo de ETA sufrieron, además de las balas y las bombas, el olvido indecente de parte de la sociedad. Son esos que hoy ignoramos, los que están en la vanguardia de esta lucha contra la barbarie, como lo son los cuerpos y fuerzas de la seguridad del Estado que antes lo estuvieron frente a ETA y ahora lo están contra el yihadismo.

Siento que hoy no haya escrito de lo mío, pero hablar este fin de semana de economía me parecía, igual que algunas condenas, palabras huecas.

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