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Las vedetes de antaño lloran quejosas ante la pérdida mientras recuerdan sus tiempos espléndidos presididos bajo la leyenda de «si el guión lo exige». Sepultan su dolor y sus muslos bajo los faldones de la mesa camilla donde se plantifica un brasero con peligro de ruleta rusa. La revista Interviú acaba de fallecer y los de mi generación sentimos que nos han arrebatado esos pechos de genuina nodriza que amamantaron nuestro espíritu y forjaron parte de nuestro carácter.

En la vieja pandilla de chavales disparatados sólo en mi casa dejaban la revista, con naturalidad, encima de la mesa del comedor junto a los periódicos y otras publicaciones. En los hogares de mis amigos treceañeros los progenitores escondían esos desnudos en su dormitorio. «Qué padres tan enrollados tienes», mascullaban mis atropellados colegas. Mis padres gastaban severidad de posguerra y jamás concedían caprichos. En cambio ni eran mojigatos ni atontados, sabían que, si volatilizaban esa revista hacia los dominios sagrados de su estancia, la acabaría encontrando cuando se ausentasen y eso sólo fertilizaría mi morbo. Pero el dilema estallaba en mi cabeza atrotinada. Había que echarle huevos para, con la familia al completo, atreverse a trincar la revista. No podía mostrar demasiadas ansias pero tampoco fingir que me importaba un bledo. Era preciso encontrar el punto justo. Así pues, primero leía la prensa diaria, luego fingía repasar una revista del corazón y, por fin, abrazaba Interviú, el oscuro objeto de mi deseo. Como tampoco podía recrearme en las fotos destapista, en realidad lo que me interesaba, leía los artículos de los Umbral y compañía y me detenía sólo durante un suspiro ante los desnudos que alegraban mi flautín de forma fulminante. Vamos que yo, gracias a Interviú, me aficioné a leer mucha prensa. Descanse en paz.

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