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El recuerdo que mantengo de la infancia allá en el colegio de la Primaria viene salpicado por la crueldad de algunos compañeros que, supongo, sólo reproducían su hostil entorno familiar fertilizado por gritos y escasas muestras de cariño. O eso o es que eran unos auténticos psicópatas. Tampoco se trataba de una cuestión de dinero: era un colegio de pago con abundancia de millonetis. No olvido cuando nos enteramos del caso de un compañero. Sus padres estaban separados y esto le confería un halo único e incluso siniestro ante los ojos de los más tarugos, ¡cómo si él tuviese la culpa! Acudían desde otras aulas para preguntar ¿quién es el que tiene a sus padres separados? Los acúsicas le señalaban y entonces los cotillas le miraban como si fuese un bicho exótico de las islas Galápagos que traspapeló la evolución de Darwin. La diferencia, a esas edades, se penaliza. Sospecho que no entendíamos demasiado qué era eso de «hijo de padre separados», pero sonaba terrible. No comprendíamos que se pudiese vivir en un hogar sin los progenitores a piñón fijo. Puteaban al chaval y este se fue mustiando. Tampoco los profesores se preocuparon por suavizar aquel injusto acoso psicológico y muchas veces pienso en aquel muchacho. ¿Qué habrá sido de él? La otra tarde escuché que, en España, se separan 400.000 parejas al año. Somos los campeones de Europa en materia de rupturas. Hace bien poco una amiga divorciada me contó que, en la pandilla de su hija de 11 años, se había incorporado una nueva amiguita. Su hija llegó a casa y, extrañadísima, le soltó a su madre: «¡Mamá, sus padres están juntos!» En efecto, en la cuadrilla de su hija todos son criaturas de matrimonios quebrados y le chocaba que todavía hubiese gente unida. Espero que no acosen a esa nueva compañera cuyos raritos padres moran bajo el mismo techo...

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