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Jueves, 1 de marzo 2018, 10:38
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Seguro que aquel hombre mayor de semblante mordido por nobles arrugas fruto del calor y el frío tras tantos años al aire libre pronunció frases de interés, sin embargo, puesto que la televisión necesita impactos breves y estrepitosos para mantener la atención del espectador, la sentencia que le escuchamos, rodeado por la nieve del último temporal, fue: «Del bar a casa y de casa al bar. No hay más». Alzó los hombros para reforzar su resignación. Quedé noqueado ante este mensaje tan sencillo, sublime y terrible. Al final, la vida, para muchos, es eso, de casa al bar y del bar a casa. No hay más. Ni menos. Si nos dejamos arrastrar por la molicie esta nos arrastra inevitablemente hacia la barra del bar donde corremos el riesgo de convertirnos en una de esas moscas de bar narradas briósamente por Buckowski. Te pimplas un coñac, una cazalla, un chichón, un vermú, lubricas tu lengua y tertulias de fútbol o del adelgazamiento de Paquirrín con el camarero o con ese otro parroquiano que ya forma parte del mobiliario porque está a punto de mutar en mosca de bar fosilizada. La ola del tedio, con lluvia o con sol, te impulsa ladina hacia el bar para sumergirte en una burbuja de espacio tiempo donde se liba con hondura para matar las horas. No hay más. O sí. Lo de siempre, quiero decir leer un libro o disfrutar de una película bien apalancado sobre el sofá. O practicar yoga doméstico, yo qué sé. Sin embargo el bar, en nuestra cultura popular, supone el oasis de liberación frente a la rutina y a las adversidades del clima, el último refugio o la madriguera final para vencer el ocio casero. Me aburro en casa, pues me voy al bar. No hay más. Pero tiene que haber algo porque de lo contrario somos carnaza barera y escombros de vidrio. Tiene que haber algo más, por favor. Aunque a veces me atacan las dudas...
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